Cuentos completos, Roberto Bolaño, p. 381
28. El 11 de septiembre me
presenté como voluntario en la única célula operativa del barrio en donde yo
vivía. El jefe era un obrero comunista, gordito y perplejo, pero dispuesto a luchar.
Su mujer parecía más valiente que él. Todos nos amontonamos en el pequeño
comedor de suelo de madera. Mientras el jefe de la célula hablaba me fijé en
los libros que tenía sobre el aparador. Eran pocos, la mayoría novelas de
vaqueros como las que leía mí padre. 29. El11 de septiembre fue para mí, además
de un espectáculo sangriento, un espectáculo humorístico. 30. Vigilé una calle vacía.
Olvidé mí contraseña. Mis compañeros tenían quince años o eran jubilados o
desempleados. 31. Cuando murió Neruda yo ya estaba en Mulchén, con mis tíos y
tías, con mis primos. En noviembre, mientras viajaba de Los Ángeles a
Concepción, me detuvieron en un control de carretera y me metieron preso. Fui
el único al que bajaron del autobús. Pensé que me iban a matar allí mismo.
Desde el calabozo oí la conversación que sostuvo el jefe del retén, un
carabinero jovencito y con cara de hijo de puta (un hijo de puta revolviéndose en
el interior de un saco de harina), con sus jefes de Concepción. Decía que había
capturado a un terrorista mexicano. Luego se retractó y dijo: terrorista
extranjero. Mencionó mi acento, mis dólares, la marca de mi camisa y de mis
pantalones. 32. Mis bisabuelos, los Flores y los Graña, intentaron vanamente
domar la Araucanía (aunque no fueron capaces ni de domarse a sí mismos), por lo
que es probable que fueran nerudianos en la desmesura; mi abuelo Roberto Ávalos
Martí fue coronel y estuvo destinado en varias plazas del sur hasta una
jubilación temprana y oscura, lo que me hace pensar que fue nerudiano en el
blanco y en el azul; mis abuelos paternos llegaron de Galicia y Cataluña,
dejaron sus vidas en la provincia de Bío-Bío y fueron nerudianos en el paisaje
y en la laboriosa lentitud. 33. Durante algunos días estuve encerrado en Concepción
y luego me soltaron. No me torturaron, como temía, ni siquiera me robaron. Pero
tampoco me dieron nada para comer ni para taparme por las noches, por lo que
tuve que vivir de la buena voluntad de los presos que compartían su comida
conmigo. De madrugada escuchaba cómo torturaban a otros, sin poder dormir, sin nada
que leer, salvo una revista en inglés que alguien había olvidado allí y en la
que lo único interesante era un artículo sobre una casa que en otro tiempo
perteneció al poeta Dylan Thomas. 34. Me sacaron del atolladero dos detectives,
excompañeros míos en el Liceo de Hombres de Los Ángeles, y mi amigo Fernando
Fernández, que tenía un año más que yo, veintiuno, pero cuya sangre fría era sin
duda equiparable a la imagen ideal del inglés que los chilenos desesperada y
vanamente intentaron tener de sí mismos. 35. En enero de 1974 me marché de
Chile. Nunca más he vuelto.
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