Homo Lubizt, Eduardo Menéndez Salmón, p. 193
PERMAFROST
Deambulando por las salas del
Palazzo Grassi, O'Hara recordó una sentencia de Osear Wilde: «Las personas superficiales
son las únicas que no juzgan por las apariencias. El misterio del mundo es lo
visible, no lo invisible”. El aviso para navegantes del inquilino de la cárcel
de Reading prevenía contra la sabiduría de las madres («Las apariencias engañan”)
y contra la enseñanza desencantada de la filosofía (“Los sentidos son falibles”),
al tiempo que advertía de cierta mística de lo secreto. Con su proverbial amor por
la paradoja, Wilde desvelaba continentes enteros de realidad. Había que aceptar
que eran las cosas, y no las apariencias, las que mentían.
El nombre del fotógrafo lo
sedujo: Placer Maduro. Más cuando comprendió que era un hombre. Y más aún al
saber que su nombre era real, no un seudónimo. Pensó en los padres del futuro
artista, nacido en México, con gratitud. Había gente de talento incluso para
bautizar a sus hijos.
La exposición se titulaba
Permafrost. Arrancaba con un umbral -una cortina vegetal que cubría el
horizonte- y concluía con la más célebre de las imágenes platónicas, la
metáfora más pregnante que la literatura occidental había logrado generar en
veinticinco siglos de escritura: la sombra de un árbol reflejada en un muro, la
caverna en la que el hombre habitaba, fata morgana del mundo y sus anhelos.
Entre ambas imágenes, principio y fin de un recorrido que era una metafísica de
la mirada pero también una ontología del paisaje, discurría un universo de
líneas rectas y arcos quebrados, de abismos que eran puntos de fuga y
paralelepípedos que hablaban de estancias cardinales, la geometría de la
materia dispuesta ante el ojo mágico de la lente, que era también el ojo de un observador
voraz pero clínico, que apuntaba pero parecía ausente, y que sólo en contadas
ocasiones intervenía sobre la extensión del mundo. Pues si todo punto de vista escondía
una decisión de orden moral, Placer Maduro, el autor de Permafrost, parecía ser
un estoico.
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