DOCTOR FAUSTO
O'Hara contempló el Bund desde su
suite en la planta 82 del Grand Hyatt Shanghai, un hotel de lujo construido dentro
de la Jin Mao Tower. El Huangpu despedía un color tóxico, como si en sus aguas
fermentara un gigantesco cadáver. Esplendores. Caídas. Auges y apocalipsis yuxtapuestos.
Una civilización en proceso de éxtasis y pudrición.
Veinticuatro años antes, ell8 de
febrero del 2001, un hombre llamado Han Qizhi había ascendido el exoesqueleto de
la Jin Mao Tower vestido con ropa de calle y valiéndose de sus manos desnudas.
Cuando la policía lo detuvo tras escalar cuatrocientos metros, presentaba
síntomas de congelación y estaba cubierto de sangre. O'Hara asumió que Han
Qizhi, el alpinista urbano, era una razonable metáfora de la inefabilidad
asiática. Porque China era un sueño y una pesadilla a la vez. Y ni el uno ni la
otra eran posibles de explicar de manera satisfactoria.
Llevaba dieciocho meses
moviéndose en el arco de dos mil trescientos quilómetros que separaba Pekín de
Hong Kong. Transcurrido ese tiempo debía confesar que no entendía gran cosa.
Los chinos eran inescrutables.
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