Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

BARCELONA LIBERADA

Coto vedado, Juan Goytisolo, p. 102
El frente se aproximaba a nosotros: la carretera había empezado a llenarse de militares a pie y a caballo, vehículos oficiales, sidecares, camiones de Intendencia. Luego, en largas, interminables hileras, veíamos pasar desde nuestras ventanas a los prisioneros de guerra; sus guardianes los habían apriscado, como ganado, junto a la parroquia del pueblo y distribuían entre ellos unos calderos de rancho aguanoso. El cansancio, enfermedad, abatimiento, se pintaban en todos los rostros: su paso dejaba una estela de defecaciones, papeles sucios, latas vacías. Lolita Soler y los tíos les veían pasar con lágrimas en los ojos e intentaban darles a escondidas algún mendrugo de pan u otro socorro. José Agustín y yo nOs aventuramos a charlar con ellos y regalamos a uno un cigarrillo liado con hojas secas de maíz. Una mañana, apareció un pequeño avión de reconocimiento de los nacionales y un capitán desenfundó su pistola y disparó contra él unos tiros sazonados con maldiciones y tacos. Según oímos decir a mí padre, Barcelona había sido liberada por los requetés.

El lugar ofrecía diariamente escenas de pánico y desbandada. Automóviles atestados de fugitivos, camiones repletos de soldados atravesaban el pueblo hacia el norte seguidos de centenares de peatones sucios y astrosos, combatientes, civiles, mujeres, chiquillos, viejos, cargados todos de maletas y bultos, trastos absurdos, cacerolas, muebles, una estrafalaria y absurda máquina de coser, diáspora insectil consecutiva a la muerte de la reina o cierre inesperado del hormiguero. Había heridos transportados en parihuelas, cojos con muletas, brazos en cabestrillo. Los nacionales acababan de cortar la línea del ferrocarril y José Agustín afirmaba haber visto a un muerto. Una tarde, recibimos la visita de unos oficiales. Tras acomodarse a descansar en el comedor, el capitán advirtió la existencia de un gallinero en la buhardilla y, con amable desenvoltura, se autoinvitó a cenar. María sacrificó un par de gallinas y, mientras mi padre se esforzaba en mantener una conversación insustancial con sus huéspedes, uno de éstos había inspeccionado curiosamente la casa y mostró súbito interés por el estuche de violín de tia Consuelo. Quiso examinar el instrumento, pulsó las cuerdas, dijo que su asistente era aficionado a la música. Al concluir la comida, se despidieron cortésmente de nosotros y, desmintiendo nuestros temores, no se llevaron nada.

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