El agua de nuestro coche se puso
a hervir otra vez en cuanto mi madre y yo cruzamos la División Continental.
Mientras esperábamos a que se enfriase oímos, procedente de algún lugar por
encima de nosotros, el alarido de una bocina. El sonido se hizo más fuerte y
luego un camión grande salió de la curva, pasó junto a nosotros a toda
velocidad y tomó la siguiente curva, la caja dando violentos bandazos. Nos
quedamos mirando el punto por donde había desaparecido.
-Oh, Toby -dijo mi madre-, ha
perdido los frenos.
El sonido de la bocina se fue
alejando y luego se desvaneció en el viento que suspiraba entre los árboles que
nos rodeaban.
Cuando llegamos allí, había unas
cuantas personas de pie junto al precipicio por donde se había despeñado el
camión. Había destrozado la barandilla protectora y había caído cientos de
metros en el vacío hasta el río, donde yacía de espaldas entre las peñas. Parecía
patéticamente pequeño. Un chorro de denso humo negro se elevaba de la cabina y
el viento lo dispersaba. Mi madre preguntó si alguien había ido a dar parte del
accidente. Sí, alguien había ido. Nos quedamos con los otros al borde del
precipicio. Nadie hablaba. Mi madre me rodeó los hombros con un brazo.
Durante el resto del día no paró
de volver la cabeza para mirarme, de tocarme, de apartarme el pelo de la cara.
Vi que era el momento oportuno para sacarle regalos de recuerdo.
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