Coto vedado, Juan Goytisolo, p. 121
Cuando al inicio de la pubertad empecé
a masturbarme, el nuevo e increíble placer casualmente descubierto un día de
verano se transformó en uno de los centros reales, por no decir el más real, de
mi vida. El potencial de goce ínsito a mi cuerpo se impuso en seguida, brusco y
convincente, a los discursos religiosos o morales que lo estigmatizaban. En la
cama, el baño, las buhardillas de Torrentbó, me entregaba con asiduidad al acatamiento
de una ley material que, por espacio de unos minutos, me confirmaba en mi
existencia aislada y particular, mi
irreductible separación del resto del mundo. Con ello no quiero decir ni mucho
menos que la doctrina tradicional católica tocante al sexo -expuesta machaconamente
en aulas, confesonarios, púlpitos, manuales de piedad juvenil- no hiciera mella
en mí. La idea del pecado -del pecado mortal, con sus espeluznantes
consecuencias me torturó por espacio de algunos años. Docenas de veces, arrodillado
frente a alguno de los sacerdotes de las parroquias o iglesias cercanas, había
confesado mi culpa y pretendido enmendarme sabiendo con certeza que unas horas o
días más tarde, esa fuente vital de energía que brotaba de mí impondría su
fuero y anularía, imperiosa, el tenue armazón de preceptos que inútilmente la
condenaban. Consciente de ello, a fin de sustraerme a los reproches de un confesor
fijo o director espiritual, cambiaba regularmente de templo y confesonario, en
una especie de juego de escondite cuya inanidad saltaba a la vista. Aunque mis
expresiones de piedad eran forzadas y las creencias religiosas frágiles y
tibias, el temor a las penas y tormentos infernales me acosó durante algún
tiempo. Las imprecaciones contra el sexto, lanzadas por los predicadores e
impresas en librillos como los de Monseñor Tihamer Toth, tenían un efecto potencialmente
traumático para los adolescentes que, en el ardor de la pubertad, escuchaban o
leían, aterrados, los supuestos estragos físicos y morales del acto impuro,
simple preámbulo de los suplicios eternos, sutiles, refinadísimos que les
aguardaban en el Más Allá.
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