Cuentos completos, Henry James, p. 449
Esta iglesia, pequeña y vacía, se
levanta abandonada y desprotegida en el acogedor mercado de hortalizas que fue
en tiempos un circo romano y ofrece al viajero una de las lecciones más grandes
de Italia. Sus cuatro paredes están cubiertas, casi del suelo al techo, con
esas maravillosas series de pinturas dramáticas que nos introducen en el dorado
esplendor del arte italiano. Me había informado tan desacertadamente que imaginaba
que hablar de Giotto era más o menos como ponerse ridículo a uno mismo, y
pensaba que era propiedad especial aquellos que son meros sentimentales de la
crítica. Pero tan como se cruza el umbral de aquel templo, pequeño y ruidoso
-un simple armazón vacío, pero que parece estar recubierto la valiosa sustancia
de finas perlas y que, armonioso, nos habla una elocuencia proveniente del arte
infinito, -se percibe con se enfrenta uno: un pintor completo de la mejor
clase. Con certeza Giotto nunca ha sido sobrepasado en un aspecto: en el de
presentar una historia. La cantidad de expresión dramática en aquellos pequeños
y pintorescos recuadros escénicos equiparable a la de un centenar de maestros
posteriores. A su ¡cómo parecen caminar a tientas, extraviados y distraídos! Y ellos,
¡qué directo, esencial y masculino se muestra! ¡Qué simplicidad, qué inmediata
pureza y elegancia! La muestra a mi
amiga y a mí reflexiones más inteligentes de lo capaces de expresar. “Felicísimo
arte”, dijimos, pues ver cómo en efecto el arte temblaba, se estremecía y bajo
la mano del artista, casi con el presentimiento de su carrera, ”durante los doscientos
próximos años disfrutarás de una espléndida dicha!”. La puerta de la capilla
permanecía abierta hacia el soleado campo de maíz y hacia los perezosos desperdicios
de verdura cercados por el desmoronado óvalo de la arquitectura romana. Un
golfillo que había venido con la llave remoloneaba en un banco esperando unas
monedas y nos miraba fijamente mientras observábamos las pinturas. Una luz
generosa inundaba el interior del precinto y caldeaba la superficie áspera y pálida
del muro pintado. Parecía haber un patetismo irresistible en esa combinación de
pobreza y belleza.
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