Lo que sigue es una relación verídica
-la mejor que puedo ofrecer- de mi participación en la operación británica de desinformación,
de nombre en clave Carambola, organizada a finales de los años cincuenta y
comienzos de los sesenta contra el servicio de inteligencia de Alemania
Oriental (Stasi), y que tuvo como resultado la muerte del mejor agente secreto
británico con el que he trabajado y de la mujer inocente por la que dio su vida.
Un funcionario profesional de los
servicios de inteligencia no es más inmune a los sentimientos que el resto de
la humanidad. Lo importante para él es la medida en que puede suprimirlos, ya
sea en tiempo real o, como en mi caso, cincuenta años después. Hasta hace un
par de meses, mientras yacía por la noche en la apartada granja bretona donde vivo,
oyendo los mugidos de las vacas y el parloteo de las gallinas, solía
enfrentarme con resuelta determinación a las voces acusadoras que de tanto en
tanto intentaban perturbar mi sueño. Era demasiado joven –protestaba yo-, demasiado
inocente, demasiado ingenuo, demasiado novato. Si queréis cortar cabezas -les decía a las
voces-, buscad a los grandes maestros del engaño: a George Smiley y a su jefe, Control.
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