Coto vedado, Juan Goytisolo, p. 101
Yo dormía a solas en la
biblioteca-despacho, en una cama turca arrinconada entre un mueble y la pared:
al acostarme, veía escurrirse a los abuelos a su cuarto y escuchaba sus
murmullos y oraciones hasta que apagaban la luz. Una noche, cuando la casa
entera estaba a oscuras, recibí una visita. El abuelo, con su largo camisón
blanco, se acercó a la cabecera de la cama y se acomodó al borde del lecho. Con
una voz que era casi un susurro, dijo que iba a contarme un cuento, pero empezó
en seguida a besuquearme y hacerme cosquillas. Y o estaba sorprendido con esta
aparición insólita y, sobre todo, del carácter furtivo de la misma. Vamos a
jugar, decía el abuelo y, tras apagar la lamparilla con la que a veces leía
antes de dormirme, alumbrada por mí al percibir sus pasos, se tendió a mi lado
en el catre y deslizó suavemente la mano bajo mi pijama hasta tocarme el sexo.
Su contacto me resultaba desagradable, pero el temor y confusión me
paralizaban. Sentía al abuelo inclinado en mi regazo, sus dedos primero y luego
sus labios, el roce viscoso de su saliva. Cuando al cabo de unos minutos
interminables pareció calmarse y se volvió a sentar al borde del lecho, el
corazón me latía apresuradamente. ¿Qué significaba todo aquel juego? ¿Por qué,
después de toquetearme, había emitido una especie de gemido? Las preguntas
quedaron sin respuesta y, mientras el inoportuno visitante volvía de puntillas
a la habitación contigua en donde dormía la abuela, permanecí un rato
despierto, sumido en un estado de inquieta perplejidad.
El abuelo Ricardo me había pedido
que guardara el secreto y, durante el día, nada en su comportamiento permitía adivinar
que aquel viejo apacible acomodado con su periódico a la sombra del castaño era
el mismo que la víspera, con cosquillas y risitas, se había introducido en mi cama.
Por la noche, volvió a cruzar mi habitación en compañía de la abuela. Pero,
media hora después -el tiempo de juzgarla dormida y de que se apagaran las
luces de la casa- repitió la visita de la víspera. Incapaz de reaccionar a la
novedad que me imponía, fingí caer en una especie de coma profundo mientras él
me masturbaba con la mano y los labios: había encendido esta vez la perilla de
la luz y la idea de ver su figura arrodillada junto a la cama me pareció
superior a mis fuerzas. No sé cuántas veces, en las cálidas noches de junio que
precedieron al verano y nuestro viaje a Torrentbó, el abuelo reincidió en sus
manoseos. ¿Cinco, diez veces? Yo había adoptado la ingenua estrategia del sueño
y me evité así el espectáculo de su enojosa y reiterada manipulación.
Semanas después, en un bosquecillo de algarrobos
contiguo a los huertos de Torrentbó, revelé lo acaecido a José Agustín.
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