Cuentos completos, Henry James, p. 539
Rafael y Tiziano; yo empezaba a
notar que mi amigo estaba impaciente y le pedí que me llevara, de una vez por
todas, al objetivo de la visita: la más tierna y hermosa de las vírgenes de
Rafael, la Madonna de la silla. De todas las grandes pinturas del mundo, me parece
que ninguna da menos lugar a las críticas. Ninguna refleja menos el esfuerzo,
el mecanismo para su éxito y la inevitable discordia entre la idea y el
resultado final que suelen manifestar, aun de manera muy leve, muchas de las
más consumadas obras de arte. Graciosa, humana, próxima a nuestros
sentimientos, no posee una gota de efecto o de método y casi nada de estilo; se
extiende con su madura delicadez y su armonía instintiva como si fuera la instantánea
emanación de un genio. La figura se desvanece en la mente del espectador con
una suerte de apasionada ternura que uno no sabe si atribuir a la pureza
celestial o al encanto terrenal. El espectador se embriaga con el perfume del
más tierno de los pechos maternos que se han visto en esta tierra.
-Esto es lo que llamo una hermosa
pintura -proclamó mi compañero después de que la contempláramos largo rato en
silencio-. Tengo derecho a decirlo, pues la he copiado muchas veces y con tal
esmero que ahora mismo podría reproducirla con los ojos cerrados. Otras obras
son de Rafael: esta es el propio Rafael. Otras pueden elogiarse, clasificarse,
medirse, explicarse, describirse: esta, en cambio, solamente podemos amarla y
admirarla. Ignoro qué pasó el día que Rafael se paseaba entre los hombres y
tuvo esta inspiración divina, pero sospecho que después no podía hacer otra
cosa que morir; este mundo no tenía ya nada para enseñarle. Piénselo un poco,
amigo, y verá que no. Piense en la mirada de Rafael sobre esa imagen
inmaculada, no por un momento, no por un día ni en un feliz sueño ni en un
impulso febril, no como esos poetas que en un rapto de cinco minutos frenéticos
plasman palabras y escriben una estrofa inmortal, sino a lo largo de numerosos días,
mientras avanza la paciente labor del pincel, mientras los infectos vapores de
la vida se interponen y la idea crece, se extiende, se fija, radiante y única
como la vemos ahora ... Ah, ¡qué gran maestro! ¡Qué visionario!
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