Las viudas de Eastwick, John Updike, p. 113
China, en su mente, había
adoptado diversas formas: una tierra fabulosa de niños hambrientos, campesinos
de Pearl S. Buck, fatales «damas dragón», rickshaws y piratas de cómic; una
democracia amiga, hábilmente dirigida por Chiang Kai-shek y su glamurosa
esposa, una de las hermanas Soong; una víctima doliente de los despiadados
japoneses y un fiel aliado del presidente Roosevelt; un campo de conflictos
civiles posbélicos durante la Guerra Fría, donde el presidente Truman,
astutamente, declinó intervenir y donde los nacionalistas acérrimos perdieron
ante los comunistas; un firme bastión de un credo político adverso; una fuente
de hordas de «voluntarios» enemigos que se dirigían al sur, a Corea; una enorme
masa de humanidad robotizada que podía tragarnos, si se les pinchaba en Qyemoy,
Matsu o Formosa; una multitud de Guardias Rojos que recitaban a Mao en una
Revolución Cultural que parodiaba brutalmente la contracultura de los sesenta
en Occidente; luego, después del viaje de Nixon y de los torpes brindis en los
banquetes, de nuevo una aliada contra la Unión Soviética; tras la muerte de Mao
y el derrocamiento de la Banda de los Cuatro, un tierno semillero de
incipientes empresas libres; tras el triunfo del pragmatismo de Deng Xiaoping,
una voraz consumidora de empleos americanos y receptora de dólares americanos;
y ahora, la superpotencia en ciernes del siglo XXI, mil trescientos millones de
obreros y consumidores, acreedora del desfalleciente capitalismo norteamericano
y competidora por el decreciente suministro global de petróleo. Allí, en el
aeropuerto, Sukíe gritó con su voz aguda, casi sin aliento:
-i Qué bien nos lo vamos a pasar!
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