Espulgar genealogías se reduce a
descubrir, dirá el narrador socarrón del Petersburgo de Biely, la existencia
final de linajes ilustres en las personas de Eva y Adán. Fuera de este hallazgo
capital e incontrovertible, las arborescencias y frondosidades de los troncos
materno y paterno no suelen prolongarse -con excepción quizá de unas cuantas
familias de aristócratas- a ese limbo original pomposamente conocido por la
noche de los tiempos. En mi caso -vástago, por ambos lados, de una común,
ejemplar estirpe burguesa-, los informes tocantes a mis antecesores obtenidos durante
mi infancia no exceden de la primera mitad del siglo XIX. Pese a ello, mi
padre, en uno de los arrebatos de grandeza que antecedían o preludiaban sus
empresas y descalabros, se había forjado un escudo familiar en cuya composición
figuraban, conforme a mis recuerdos, flores de lis y campos de gules: lo había
trazado él mismo en un pergamino que lucía enmarcado en la galería de la casa de
Torrentbó y era, según él, la demostración irrebatible de nuestros orígenes
nobiliarios. En las largas veladas veraniegas propicias a la evocación de temas
íntimos y anécdotas remotas, mi tío Leopoldo acogía la exposición de los presuntos
blasones con una expresión risueña y escéptica: apenas su hermano mayor había
vuelto la espalda, nos confiaba sus sospechas de que el viaje sin retorno del
bisabuelo de Lequeitio a Cuba, adonde fue muy joven e hizo rápidamente fortuna,
obedeció tal vez a la necesidad de romper con un medio hostil a causa del
estigma inicial de una procedencia bastarda
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