Coto vedado, Juan Goytisolo, p. 54-55
Las predicciones apocalípticas de
la señorita se cumplían: el último número de «Mickey», nuestra revista
favorita, había salido pintarrajeado de los colores rojo y negro de la F Al;
las iglesias ardían unas tras otras como en la época del Imperio Romano. Desde
el cenador del jardín, contemplábamos el camión de «los rojos» estacionado
junto a Santa Cecilia, la densa columna de humo que se extendía sobre el
minúsculo edificio blanco. ¿Hubo información malintencionada respecto al
oratorio familiar de casa? Si bien la hipótesis, formulada después por mi
padre, tiene visos de verdad, lo cierto es que la capilla, perfectamente
visible desde el lugar en el que se hallaban los incendiarios, podía ser
tentadora sin necesidad de ninguna denuncia. Fruto del azar u objetivo
programado, la irrupción de los hombres del camión en la era minutos más tarde
nos llenó en cualquier caso de terror. La señorita María sollozaba: ella, cuya lectura
predilecta era un manual de piedad compuesto por biografías de niños santos,
acariciaba quizá en sus adentros la exaltadora posibilidad de un martirio
cercano. Mi madre, que se había asomado a una ventana cuando los intrusos se
hicieron abrir por los masoveros la puerta de la capilla, fue conminada a
retirarse a sus habitaciones a punta de revólver. Refugiados en la galería
escuchábamos voces, golpeteos, gritos. Mi madre nos imponía silencio y la señorita
rezaba el rosario en voz baja.
A pesar de que el desarrollo de
este lance presenta en mi memoria opacidades y huecos, recuerdo bien el momento
en que, desaparecidos los autores de la incursión, nos aventuramos a la era a
ver los destrozos. La estatua de mármol de la Virgen, obra de Mariano
Benlliure, había sido derribada del altar y yacía fuera con la cabeza partida a
golpes de maza. En una fogata, ardían todavía, amontonados, diferentes objetos
litúrgicos. Contrastando con nuestro desconsuelo, el masovero y su familia examinaban
aquel estrago con silenciosa impasibilidad.
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