Cuentos completos: 1864-1878, Henry James, p. 411
La última cena de Leonardo, en
Milán, es indiscutiblemente la pintura más impresionante de Italia. Parte de su
inmensa solemnidad se debe sin duda a que es una de las primeras grandes obras maestras
italianas que salen al paso cuando se desciende desde el norte. Otra fuente
secundaria de interés radica en la absoluta perfección de su deterioro. La
imaginación experimenta un extraño deleite al cubrir cada uno de sus espacios
vacíos, borrando su completa corrupción y reparando en la medida de lo posible
su triste desorden. La mejor prueba de su poderosa fuerza y perfección es el
hecho de que pese a haber perdido tanto conserve todavía tanta belleza. Una
elegancia inextinguible persiste en sus vagos trazos y en sus cicatrices sin
cura; aún queda lo suficiente corno para que el espectador pueda admirar la
insondable sabiduría del artista. El lector recordará que el fresco cubre un
muro en el extremo de lo que fue el refectorio de un antiguo monasterio,
actualmente disuelto, cuyo recinto está ocupado por un regimiento de
caballería. Los caballos piafan y los soldados emiten sus juramentos en los
claustros donde una vez resonaron los sobrios pasos de las sandalias monásticas
y donde los frailes de voces sumisas se dirigían piadosos saludos.
Era mitad de agosto, y el verano
se había instalado con intensidad sobre las calles de Milán. En el calor de la
tarde, la gran cúpula de ladrillo de la iglesia de Santa Maria de las Gracias
se elevaba negra hacia el cielo de bronce. Cuando mi fiacre se detuvo frente a
la iglesia, descubrí otro vehículo aparcado en el resquicio de
sombra que se extendía corno una
alfombra a lo largo de la luminosa acera delante del convento contiguo. Dejé a
decisión de los conductores el que compartieran esa ventaja como convinieran y me
apresuré a entrar en la fresca presencia del Cenacolo. Aquí encontré a los ocupantes del otro fiacre,
una joven dama y un anciano caballero. Además del funcionario que cobraba el
franco de rigor, había también un copista de cabello largo, que buscaba reproducir
los secretos silenciosos del gran fresco mediante vivos colores amarillos y
azules un tanto vulgares. El caballero observaba seriamente esta ingeniosa
operación. La joven dama estaba sentada con los ojos fijos en el fresco, de
donde no los movió cuando me senté a su lado. Yo mismo me olvidé también de su presencia
tan rápido como ella de la mía y me perdí en el estudio de la obra de arte que
se mostraba ante nosotros. Una única mirada me había asegurado que la dama era
americana.
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