Homo Lubitz, Ricardo Menéndez Salmón, p. 30
La primera, ya conocida:
las magnitudes. Conceptos como masa, multitud o muchedumbre eran equívocos
antes de haber visitado China. De las distintas lecciones que una estancia en
el país procuraba, la más determinante era también la más obvia: había
muchísimos chinos. Esta verdad prosaica, antropológica, se imponía desde el
primer minuto con una contumacia que debía acatarse sin resentimiento. Se tenía
que asumir esta fatalidad del número con tranquilidad de ánimo. La multitud lo
rodeaba a uno en todas partes: baños públicos, parques, restaurantes, metros, autobuses,
estaciones de tren, atracciones turísticas, hoteles, aceras, semáforos. La
intimidad, en China, era un concepto tan abstracto como la esperanza cristiana
o el cafard de los bohemios. Inquietarse por ello, lamentarse por ello, sólo
conducía a indecorosas rabietas. La condición inicial para sobrevivir a China
era aceptar esta abrumadora evidencia. Nunca antes, y nunca después, se vería tanta
gente junta.
La segunda constante de esa primera visita al Lago del Oeste
tenía que ver con otro tipo de conjunción que mantendría entretenidos a los
sociólogos y a los historiadores durante siglos. China había resuelto el
conflicto entre feudalismo e hipertecnología, reacción y revolución, detención
y progreso en unas pocas generaciones, las que mediaban desde la llegada al
poder de Deng Xiaoping. En cualquier metrópoli contemporánea eran perceptibles distintas
épocas, desde elementos casi invisibles que habitaban en las cavernas de la
mendicidad hasta individuos imposibles de clasificar que se habían propulsado hacia
espacios todavía por cifrar en el Gotha de las modas y costumbres. La
colmatación de ambos nichos había sido delicada, lenta, esforzada. En China, el
matrimonio entre el vehículo de tracción humana y el bólido rutilante, la
infravivienda y la ciudad transformer, el pozo de acción manual y el enjambre
domótico se había construido a velocidad de vértigo y transcurría en una única
burbuja visual. El entorno del Lago del Oeste estaba delimitado por las marcas
eficaces (Mercedes Benz), elitistas (Cartier) y cool (Starbucks), aunque para
acceder a ellas hubiera que sortear a ciclistas que transportaban inverosímiles
zigurats de bidones de plástico. Este décalage, que en otras sociedades
sobrevivía mediante líneas de demarcación, conformando ecosistemas paralelos,
resultaba en China permeable. Se transitaba por estas realidades adyacentes
mediante un plano secuencia. Preindustrialización y ciencia ficción no eran
consecutivas, sino simultáneas.
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