Homo Lubitz, Ricardo Menéndez Salmón, p. 75
-Un accidente -dijo O'Hara- es
por definición algo indeseable, que uno no querría sufrir. Pero a todo el
mundo, lo confiese o no, le atraen los accidentes. Hay una paradoja ahí. El
accidente -anunció mostrando las palmas de sus manos, como un vendedor de
gracia- es algo que anhelamos en secreto, la resolución de toda expectativa. Que
el paracaídas no se abra tras el salto. Que el monoplaza se desintegre al tomar
el piloto una curva. Cualquier accidente es un sumidero. A él van a parar
nuestros temores. También nuestros anhelos.
Zhao se permitió un parpadeo y
una expresión en su rostro que a O'Hara, a falta de una reflexión más sosegada,
le pareció que mostraba la sombra de una duda, un escepticismo que combinaba el
marjal con la acidez de estómago, la habitual negligencia de los orientales
ante todo conato de explicación.
-El hombre -prosiguió O'Hara- es
un animal que disfruta oliendo la sangre en las autopistas. Pasa en su coche, rodeado
de su familia, y echa un vistazo a los miembros esparcidos por el pavimento.
-Una fea risa le sacudió el pecho, dejando a la vista unos dientes amarillos,
grandes y cuadrados, como ventanas iluminadas en la noche-. Luego quizá vomite
o, si es un cínico redomado, incluso es posible que se santigüe o acuda a
confesarse, pero habrá vivido un segundo de inefable placer al contemplar la carnicería.
-El accidente como lugar de
consuelo -dijo Zhao.
-Es una definición plausible
-dijo O'Hara-. Algo que te recuerda tu mortalidad, pero que al pasar de largo te
protege de la mala suerte. Como la muerte ajena. Que siempre reconforta, porque
tú no eres el muerto.
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