La mecanógrafa de Henry James, p. 216
En noviembre la señora Wharton
pasó casi dos semanas en Lamb House, como preámbulo a lo que el señor James llamaba
«El descenso del Ángel de la Destrucción sobre las islas británicas». Frieda lo
lamentaba por el señor James, pues sabía que aquel verano había tenido más
invitados de la cuenta, sobre todo en el que había sido su peor año, económicamente
hablando, de los últimos veinticinco. Sin embargo, el escritor estaba encantado
con la visita.
Frieda se decía para sus adentros
que el señor James debía considerar que la extravagante, generosa y agotadora señora
Wharton tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Pese a que le aportaba, sin
coste alguno, la emoción de volar por el campo en su enorme automóvil, la dama
estaba acostumbrada a comer bien, y lo consideraba uno de los requisitos
indispensables de la vida, como envolverse en pieles de animales menos
afortunados que ella.
Por ese motivo, a Frieda le dolía
presenciar los esfuerzos del señor James por adornar, con escaso éxito, sus
platos relativamente modestos para adaptarlos al sofisticado paladar
neoyorquino de su invitada. Se produjo una escena especialmente lamentable
cuando sirvieron para almorzar un pastel de carne y riñones que ya se había
presentado la noche anterior en la cena. Su falta de atractivo había provocado
que volviese a la cocina casi intacto, y la frugal señora Paddington, tras un
somero intento de reparar el tímido expolio, lo había sacado de nuevo a la hora
del almuerzo.
El señor James observó,
impertérrito, la repartición en gruesas porciones del desairado pastel, pero la
señora Wharton no pudo aguantar por más tiempo su indignación ante tal
ineptitud.
-Francamente, mi querido Henry,
¿no hemos soportado ya antes este pastel de carne en concreto? Creo que
reconozco el mismo riñón que tuve en mi plato anoche y que envié de vuelta a la
cocina. Tiene una forma muy peculiar.
El señor James parecía
desconcertado.
-Creo que tiene forma de riñón,
Edith.
-Tiene una forma rara incluso
para un riñón, Henry. Lo reconocería en cualquier parte.
-No creo que el pastel intente
engañarnos, Edith -dijo el señor James, señalando con un movimiento vago del
tenedor la ya destrozada corteza del pastel-. Creo que muestra con suma
franqueza su identidad.
-Es precisamente su franqueza lo
que critico, Henry. ¿No crees que la comida, como cualquier otro placer en la vida,
necesita del arte para resultar agradable? Pues éste es el pastel menos
artístico que he visto en mi vida: se jacta de su baja estofa y se regodea en
su deterioro. En serio, Henry, ¡no habremos llegado al extremo de que, para
almorzar, debamos comer un plato que consideramos indigno de la cena, como si
hubiera podido redimirse milagrosamente tras pasar la noche en la despensa!
El señor James parecía más
divertido que abochornado por la diatriba de la señora Wharton.
-Creo, Edith, que la señora
Paddington supuso que era la falta de apetito y no nuestra incapacidad para
apreciar el pastel lo que hizo que, anoche, devolviéramos la cena que nos había
servido. Es demasiado orgullosa para servirnos, por segunda vez, lo que
rechazamos en el primer intento.
Frieda no estaba convencida del
todo: sospechaba que la anciana ama de llaves disfrutaba sometiendo a la quisquillosa
señora Wharton a la contundente cocina casera inglesa. Era su forma de
resistencia ante la invasión de automóviles, chóferes y afectación afrancesada,
tan elocuente a su manera como una torre Martello o un caballo de Frisia.
Pero la señora Wharton no estaba
dispuesta a darse por vencida.
-Mi querido Henry, ¿qué demonios
es la falta de apetito, más que una incapacidad de apreciación?
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