Es tarde; tarde para todo, me
dije. Por entonces solía hablar a menudo conmigo mismo. A los dieciocho años y
medio uno ya no está en edad escolar y hasta es demasiado tarde para aprender
un oficio. En poco tiempo más me llamarían a filas. Había perdido los mejores años
de mi vida leyendo libros sin mayor orden, atormentándome con preguntas
eternas, perdiéndome en fantasías sexuales y luchando contra incontables
neurosis.
En mi mochila, entre varias
camisas, calcetines y pañuelos sucios, había unos cuantos manuscritos en
yiddish y hebreo, una novela inconclusa, un ensayo sobre Spinoza y la Cábala, y
una selección en miniatura de lo que yo llamaba «poemas en prosa». Tras analizar
los defectos de mi producción literaria, había llegado a la conclusión de que
ninguno de mis escritos resultaba publicable. Un escritor tan conocido como el
doctor Ashkenazi me había dicho que mi ensayo era infantil; un famoso poeta
hebreo había criticado acerbamente mis trabajos en ese idioma. Todos
coincidían: yo debía perfeccionarme; aún estaba inmaduro.
Pero maduro o inmaduro, lo cierto
era que no había comido nada en todo el día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario