El ferrocarril subterráneo, Colson Whitehead, p. 75
Después el carro regresó al
silencio del camino comarcal. Fletcher dijo: «Os van pisando los talones». No
quedó claro si se dirigía a los esclavos o a los caballos. Cora volvió a
dormirse, los rigores de la huida seguían pasando factura. Dormir le ahorraba
pensar en Lovey. Cuando abrió otra vez los ojos, estaba oscuro. Caesar le dio
unas palmaditas tranquilizadoras. Se oyó un ruido sordo, un tintineo y un
cerrojo. Fletcher retiró la manta y los fugitivos desperezaron las extremidades
entumecidas mientras escudriñaban el granero.
Cora vio primero las cadenas.
Miles de cadenas colgando de clavos de la pared en un mórbido inventario de
esposas y grilletes, de argollas para tobillos y muñecas y cuellos en todas las
variantes y combinaciones. Trabas para impedir que una persona escape, mueva
las manos, o para suspender un cuerpo en el aire y golpearlo. Una fila estaba
dedicada a las cadenas para niños y sus minúsculos eslabones y manillas. Otra
hilera a esposas de un hierro tan grueso que no había sierra que pudiera
atravesarlo, y esposas tan finas que solo la idea del castigo impedía que quien
las llevaba las rompiera. Una fila de bozales ornados encabezaba una sección
propia y en un rincón se amontonaba una pila de bolas de hierro y cadenas. Las
bolas formaban una pirámide de la que partían las cadenas serpenteantes.
Algunos de los grilletes estaban oxidados, otros estaban rotos y otros más
parecían recién forjados por la mañana. Cora
se dirigió a una parte de la colección y tocó una anilla metálica con pinchos
que irradiaban hacia el centro. Decidió que estaba ideada para el cuello.
-Un muestrario aterrador -dijo un
hombre-. Lo he ido recolectando de aquí y de allá.
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