Por extraño que parezca,
Edelweiss, el abuelo de Martin, era suizo: un suizo robusto, de poblado bigote,
que hacia 186o había sido tutor de los hijos de un terrateniente de San
Petersburgo, llamado Indrikov, y se había casado con la menor de sus hijas. Al
principio Martín creía que la blanca y aterciopelada flor alpina, esa niña
-mimada de los herbarios, llevaba el nombre en honor a su abuelo. Incluso
tiempo después no pudo abandonar totalmente esta idea. Recordaba a su abuelo
claramente, pero sólo de un modo y en una sola posición: como un viejo
corpulento, totalmente vestido de blanco, con tupidas patillas, sombrero de
jipijapa y chaleco de piqué adornado con dijes (el más atractivo era una daga
del tamaño de una uña), sentado en un banco delante de su casa, bajo la sombra
inquieta de un tilo. Había muerto en ese mismo banco, sosteniendo en la palma
de la mano su querido reloj de oro, cuya tapa parecía un pequeño espejo. Lo
había sorprendido un ataque de apoplejía en aquel gesto circunstancial y, según
la leyenda familiar, las manecillas se habían detenido en el mismo momento que
su corazón.
Durante varios años, el recuerdo
del abuelo Edelweiss se conservó en un grueso álbum con cubiertas de cuero; en
su época las fotografías eran de buen gusto, de elaborada preparación. La
operación era algo muy serio; el paciente debía estar inmóvil un largo tiempo y
esperar a que le permitieran sonreír, en el momento de la instantánea.
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