Fue la decisión municipal de
expropiar aquel minúsculo terreno la que volvió a poner de actualidad al
hombrecillo de la cabaña. No lo habíamos olvidado, era imposible teniéndolo tan
cerca, en la vega de Fadura. Aunque no era tan determinante esta proximidad
como las curiosas circunstancias que le envolvieron desde el principio, nada
menos que desde la guerra, Dios, treinta años atrás.
Todos recordábamos su, digamos,
irrupción entre nosotros en junio del año 37. Surgió sin razón aparente,
incluso sin una lógica. i Quién, si no, se instala en un descampado sin un
atractivo especial sólo para sentarse en una piedra o en el santo suelo, sin
apenas levantar la cabeza, con la vista clavada en los yerbajos? Más tarde
apareció la silla. En días lluviosos o fríos se protegía con paraguas o abrigo
y boina roja. Más tarde se hizo con una mísera caseta de tablas y techo de
uralita. Se retiraba -no sabemos adónde- siendo ya noche, para regresar a la
mañana siguiente; esto, en los primeros días, pues pronto llegó su instalación
definitiva. En tiempo seco, regaba por las noches algo de allí; no supimos qué,
a nadie se le ocurrió dar un paseo, en sus horas de ausencia, con un farol para
averiguarlo: aquellos años no estaban para satisfacer curiosidades tontas. Una
fijación tan obsesiva por aquel sitio hablaba de una mente trastornada, y nos
importaba un bledo que regara un cardo o una margarita. Cuando, meses después,
se descubrió el esqueje de higuera, supimos lo que había estado mimando.
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