Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

EDITH WARTON

La mecanógrafa de Hery James, Michiel Heyns, p. 100-101
Frieda sabía que E. W. era Edith Wharton, la amiga del señor James. La había visto en más de una ocasión, en sus triunfales incursiones en Rye, donde llegaba entre los bocinazos de su gran automóvil, haciendo tintinear sus joyas y arrastrando al señor James por el jardín como si fuera un perro falto de ejercicio, mientras daba instrucciones a la señora Paddington sobre las comidas y aconsejaba incluso a Frie da acerca de qué tipo de cinta era el más adecuado para la Remington. En general, el derroche de tanta energía bienintencionada agotaba a cuantos la rodeaban. Frieda había leído su obra, por supuesto; en concreto La casa de la alegría, cuando todo el mundo no hacía otra cosa, y había perdido la paciencia con la mimada y sufridora Lily Bart. Como Frieda había tenido que ganarse la vida desde una edad muy temprana, mostraba escasa simpatía por una mariposa social que a los veintinueve años descubre que nadie quiere casarse con ella. En cuando a Lawrence Selden, Frieda se preguntaba si la señora Wharton, ahora que había conocido al señor Fullerton, sería consciente del héroe mojigato que había creado. ¡Un «verdadero original”! ¿Cómo iba la señora Wharton a reconocer un original si había crecido en el artificioso y falso mundo de los ricos?

Se preguntó si el señor Fullerton le habría hecho el amor a la señora Wharton y, después de considerarlo cuidadosamente, decidió que no. No era tan simple como para creer que el señor Fullerton no le había hecho el amor a ninguna mujer antes que a Frieda Wroth, pero la carta de la señora Wharton, si bien efusiva, carecía de la complacencia que una mujer de esa envergadura sería incapaz de ocultar después de semejante experiencia. Frieda no era capaz de imaginarse a la dama neoyorquina, siempre envuelta en exuberantes vestidos, plumas, sombreros, volantes, encajes, pieles y botas -¡sobre todo botas!-, sometiéndose al estado de desnudez que tanto le gustaba al señor Fullerton. Cubierta como iba de aderezos, se desvanecería si alguien le quitara la ropa. Su elemento natural era el automóvil, su relación más profunda, la que tenía con las máquinas, su emoción, una cuestión de petróleo y ruido. A Frieda le satisfacía que nunca le hubiese gustado la señora Wharton, pues de lo contrario habría pensado que estaba celosa de la fácil apropiación, por parte de aquella mundana mujer neoyorquina, de su último «descubrimiento”, como imaginaba que describiría al señor Fullerton ante sus amigos.

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