La decadencia de Nerón Golden, Salman Rushdie, p 380
La flota griega tenía que zarpar
rumbo a Troya para recuperar a la infiel Helena, con lo cual hubo que aplacar a
la furiosa diosa Artemisa para que permitiera que soplara una brisa favorable,
con lo cual hubo que sacrificar a Ifigenia, hija de Agamenón, con lo cual su
afligida madre, Clitemnestra, hermana de Helena, decidió esperar a que su
marido regresara de la guerra para asesinarlo, con lo cual el hijo de ambos,
Orestes, tuvo que vengar la muerte de su padre asesinando a su madre, con lo
cual las Furias persiguieron a Orestes, y etcétera. La tragedia era la llegada a
los asuntos humanos de lo inexorable, que podía ser algo exterior (una
maldición familiar) o bien interior (un defecto de carácter), pero en cualquier
caso los acontecimientos asumían su rumbo ineludible. Disputar la idea de lo
inexorable, sin embargo, formaba parte de la naturaleza humana, por mucho que
en todos los idiomas existieran palabras para comunicar la superfuerza de la
tragedia: destino, kismet, karma, hado. Formaba parte de la naturaleza humana
insistir en la agencia y la voluntad humanas, y creer que la irrupción del azar
en los asuntos humanos explicaba mejor las incapacidades de aquella agencia y
de aquella voluntad que una dinámica predestinada, ineludible e inherente a la
narración. La disparatada indumentaria del absurdo, la idea de que la vida
carecía de sentido, nos resultaba a muchos de nosotros una prenda filosófica
más atrayente que la sombría túnica del trágico, que, cuando uno se la ponía, se
convertía simultáneamente en evidencia y agente de la condenación. Pero también
era un aspecto de la naturaleza humana; un rasgo de la contradictoria
naturaleza humana, igual de poderoso que su contrario: aceptar con fatalismo
que, en efecto, existía un orden natural de las cosas, y jugar sin quejarse con
las cartas que te habían repartido.
Imagen: Calchas presidiendo el sacrificio de Ifigenia. Museo Archeologico Nazionale di Napoli
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