La mecanógrafa de Henry James, p. 143
TRANSMISOR: ¡Es una calle preciosa! El piso también es precioso.
(Pausa.) Pero quizá esté un poco demasiado lleno de la señora Wharton.
RECEPTOR: ¿El piso?
TRANSMISOR: El piso, para empezar; pero también la Rue de
Varenne. Todo París, en realidad, toda Francia. La señora Wharton llena todo el
espacio disponible, como recordará por sus visitas a Lamb House y sus incursiones
en el terreno circundante.
RECEPTOR: Creía que en París cabría más fácilmente que en
Rye.
TRANSMISOR: En París cabe cualquiera, pero la señora Wharton
desentona, como un marco precioso en una pintura de mal gusto.
RECEPTOR: No está siendo usted nada amable con ella. Estoy
segura de que a la señora Wharton le agrada mucho su compañía.
TRANSMISOR: Eso me dice ella y también me lo dice el señor
James, y desde luego me halaga que una escritora americana tan importante me
haga caso. Sin embargo, para serie sincero, estoy un poco harto. Para ella
apenas me diferencio de uno de esos perros falderos que tiene encima a todas
horas y, a su vez, esos perros son indistinguibles de sus también omnipresentes
pieles, aunque más escandalosos y malolientes. ¡Y los sombreros! Son como extraños
animalitos encaramados en lo alto de su cabeza. Temo constantemente que alguno
se me eche encima.
RECEPTOR: La señora Wharton viste muy bien.
TRANSMISOR: Eso depende de a lo que se refiera exactamente con
«bien”. Viste de forma muy completa, como una pata de cordero servida con toda
la guarnición. No he visto nada tan completo como sus botas. Si no fuese
evidente que posee un vehículo a motor, cualquiera diría que pretende cruzar
los Alpes a pie.
RECEPTOR: Al señor James le entusiasman las excursiones motorizadas,
¿verdad?
TRANSMISOR: Sí, se entusiasma como un niño siempre que se le
propone una salida, o más bien se le anuncia, ya que la señora Wharton no
propone las cosas.
RECEPTOR: ¿Lo acompaña usted en estos viajes?
TRANSMISOR: Cuando no se me ocurre una excusa para no ir ...
, es decir, una excusa aceptable para la señora Wharton, que no razona como el
resto de los mortales. Para ella, sus deseos son un motivo que supera cualquier
otra consideración.
RECEPTOR: Creía que sabría apreciar usted la oportunidad de
poder contemplar la campiña francesa de manera tan cómoda.
TRANSMISOR: ¿Cómoda? Le aseguro que los asientos son todo lo
cómodos que permite el tapizado, y las llantas de caucho funcionan de manera
admirable en las malas carreteras; pero ¿comodidad? ¿Que te zarandee el viento,
te asfixien los gases del combustible y te ensordezcan los chasquidos,
traqueteos, silbidos y bocinazos de esa máquina infernal? No, señorita Wroth,
si me habla de comodidad deme una terraza espaciosa y aireada con vistas al
canal de la Mancha. Y, además de la comodidad personal, no se olvide usted de
la pobre campiña francesa, invadida por una suerte de ejército victorioso que,
además de arriesgar la vida de personas y animales, obliga a las tabernas
rurales a preparar manjares para hordas de extranjeros exigentes: es la mayor
insolencia que les ha tocado vivir en esta tierra desde la invasión de los
godos.
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