La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 50
El avispero de las tías estaba
siniestramente alborotado. Después del réspice de mi padre, Pepita adoptó una
actitud de silencioso encono. Su flato habitual vino a aguzarse en tremolados
gases que la tenían sacudida horas enteras, sin decir palabra, aderezándose tisanas
de tila y manzanilla, y bizmándose las sienes con rodajas de patata o con
lunarones de hule negro, untados en diaquilón.
La tía Pepita era un extraño ser
que, en la mocedad, había disfrutado de una belleza de rostro, un tanto
provocativa, y de una abundante disposición de las carnes que gustaba a los varones.
Mas, a pesar de su apariencia maciza, había denotado, desde joven, cierta
flojera de salud, de no muy claro origen, que daba, además, de sí, temporadas
de ocena de muy fastidiosa conllevancia. Esto la fue haciendo recelosa e
insegura de sus reales valores como hembra, que veía diezmados por aquellas penosas
y emanantes molestias que, aun cuando temporarias, la alejaban de toda relación
consecuente, capaz de llegar a términos definitivos por los caminos del estado
civil. Con todo ello, se había ido recociendo en su cálida morenez, privada de hombre,
aunque bien pudo haberlos tenido; pero su austera honestidad provincial y su
intransigente moral religiosa la habían hecho soslayar aquellos internos
repelones de la carne hacia los derivativos del culto, de los novelones, de los
fugaces noviazgos de balcón o de las calcinantes ensoñaciones solitarias a
cuenta de las intrigas de alcoba que escuchaba, como quien no quiere la cosa,
pero, en el fondo, ardiendo de curiosidad, de labios de las cinteras,
corredoras y modistas que todo lo sabían y que, en cierto modo, la tenían por
involuntaria confidente e indirecta consejera para sus tratos y discretísimas
tercerías.
-¿Y usted, que haría en tal caso,
doña Pepita?
-Una es quien es y haría lo que
haría. Pero tratándose de esa perdidona, ¿qué importa uno más?
-¡Dios bendiga ese
discernimiento!
-Expedí una opinión, no di un
consejo ...
Todas estas idas y vueltas del
carácter, las contradicciones entre los fuegos del temperamento y lo frígido de
las apariencias; las ansias frustradas, las ternuras sin destino, las pobladas soledades y las sofocadas pasiones del ánimo,
habíanla llevado a aquellos términos de flatulencia y nerviosidad; y no
pudiendo desenfrenar aquella carne por los cauces normales, la puerilizaba en
una artificiosa inmadurez, con lo cual vino a quedarse, entre abobada del
cuerpo y aniñada del alma, en esa zona donde lo cursi se realiza como una falsa
imagen de la vida que el cursi va creándose para no sucumbir ante los bárbaros
embates y los rudos mandatos del mundo y del deseo.
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