La catedral, como casi todas,
estaba en medio de la ciudad, y era, también como las demás, un inmenso navío
entre pequeñas embarcaciones movedizas, un gran señor entre vasallos oscuros, un
príncipe de la Iglesia entre la turba polvorienta de los fieles arrodillados
...
Su cuerpo subía propagándose en
el aire, sin una duda, tan seguro en su vertical soberbia, con los
contrafuertes tan adheridos a su tronco de granito, como si en vez de apoyarse
en ellos fuesen excrecencias rezumadas de su inmenso poder. No era una catedral
cuajada en el gesto primario de una expresión unánime, naciendo y muriendo en
el suelo del mundo, después de haberse
consentido apenas una aérea evasión de bóvedas y arcos de medio punto,
destinados a probar la energía ascensional de la idea divina para humillarse de
nuevo sobre la osamenta del planeta.
Ni era divagatoria y silogística,
afirmando la fe por lo absurdo con una dialéctica de ojivas, empeñada en
alcanzar a Dios mediante el rítmico escalonamiento de unas razones de piedra.
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