La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 290
En
medio del bloque de tedio y desazón en que viví los cuatro años que siguieron,
quietos, transparentes, iguales, como enormes masas de cristal, asoman aquí y
allá, como moviéndose con vida propia en la aplastante rutina de la vida
escolar, unos cuantos sucesos y figuras luchando por sobrevivir en el recuerdo.
El padre Galiano, por ejemplo, muy joven, pálido como la cera, con sus ojos
negrísimos, cuyo hermoso mirar alternaba entre la violencia y el miedo, que
permanecía largos ratos improvisando en el armonio del oratorio chico u
observando, muy detenidamente, una flor o un insecto. Los otros frailes no le
querían bien, a pesar de que era el mejor de ellos. Sus clases de historia
natural parecían hermosos relatos poéticos, y sus ejecuciones en el armonio nos
hacían rezar con verdadera unción. Pero los frailes no le querían. Le hablaban
con una frialdad distante y no se permitían con él las chanzas, mamolas y
arrimones que los más jóvenes cambiaban entre sí, con aquel casto exceso de
fuerzas que andaba siempre rezumándole por los rosados cachetes y
cosquilleándole en los músculos. El padre Galiano era el único que nos
acariciaba las mejillas. A veces tenía desvanecimientos que nos asustaban mucho.
Casi siempre le daban al estar tocando el órgano, en la iglesia. Se dejaba caer
suavemente, con la frente apoyada en el tablero de los registros. Cuando
estábamos allí los cantores, ensayando con él misas, motetes y villancicos, lo
auxiliábamos en seguida sin dar cuenta a nadie, pues sus desmayos solían ser
muy pasajeros, volviendo pronto en sí y mirándonos sonriente y dulce, como
pidiéndonos perdón por haberse dormido. Mas alguna vez le sobrevenían en medio
de la función religiosa; y desde el coro de la capilla o desde abajo, cuando
tocaba solo, advertíamos el accidente por un acorde, prolongado más de la cuenta,
que se iba extinguiendo hasta cesar, terminando en un par de notas desafinadas
o en una sola, como una queja ridícula o como un balido. Cuando tal sucedía, un
relámpago de ceños pasaba por la comunidad y el organista sustituto, un hombrón
montañés, gran jugador de pelota, saltaba, como un mono, sobre teclado y
empezaba a alborotar con una de aquellas melopeas amazurcadas, escritas para
las comunidades industriales por otros clérigos igualmente horros de gusto y de
fe. Luego veíamos cómo se llevaban al padre Galiano dos legos, algunas veces
apoyado en ellos, por su pie, y otras en vilo, con los ojos cerrados y los
brazos bamboleantes, como un herido mortal. Mas esto le sucedía muy pocas veces
y estaba sobradamente compensado por las infinitas que nos hacía gozar, soñar y
creer con sus serenas melodías.
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