La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 62
Volvió Joaquina, esta vez con un
espanto real abriéndole las enmohecidas fauces, para anunciarnos que acababan
de entrar nada menos que las Fuchicas. Mamá frunció el ceño con severidad. Eran
las Fuchicas dos hermanas beatísimas, sin edad reconocible, con manto negro en
toda época, que vivían de la dulcería privada y de corretear secretamente
prendas y alhajas de las viejas familias de Auria venidas a menos. Estas
prendas iban a engrosar los ajuares y galas domésticas de los soberbios tenderos
maragatos que formaran una asoladora emigración interior hacia los mediados del
siglo anterior, invadiendo las provincias limítrofes, y que habían acabado por
constituir la nueva «aristocracia» con dineros cazados en las trampas de las escrituras
de hipoteca, en los pellejos de aceite, o en los productos del país, acaparados
por ellos para la exportación.
Estas Fuchicas, a quienes los rapaces
llamaban «castellanas rabudas», pertenecían al escasísimo maragatería pobre y
habían llegado a la sombra de un hermano, cabo de carabineros, destinado a
Auria, hacía más de treinta años. Murió el tal hermano y ellas quedaron allí,
tal como vinieran, aferradas a su dura prosodia y a sus hábitos de pueblo
estepario y cigüeñero, sin que la ternura y el humor del medio adoptivo las
hubiese calado en lo más mínimo. Eran, cada una por su estilo, físicamente pavorosas,
tanto la flaca con su abrujado perfil de cuento de niños, su pelo ralo y
polvoriento asomando bajo el peluquín, colocado en los altos de la cabeza con
una flojedad de toca, y sus largos miembros lentos de araña; como la gorda, con
su abacial belfo pendiente y violeta, como un pedazo de hígado puesto al
sereno, su gran seno fofo y sus ojos bociudos y saltones. Eran las correveidile
de la ciudad, y el extremoso ensañamiento con que declaraban sus chismorrerías
participaba de la exageración caricaturesca de sus facciones. La flaca daba sus
nuevas con un ríspido asco hacia la humanidad condenada, perdida, sin remedio posible,
y la gorda con una compunción aconsejadora y resabiadísima, más peligrosa en
sus ungüentos verbales que la otra con sus bíblicos aspavientos. Tan a lo serio
tomaban su misión que cuando alguien se les anticipaba en el conocimiento y
difusión de una intriga -por ejemplo, la Vendolla, famosa alcahueta, o Andrea,
la partera de las madres que no querían serlo- caían enfermas: la flaca con
fiebres y la gorda con disnea. Y, además, como represalia, tomaban la defensa
de los ofendidos por el rumor. Y esto, que parece tan inverosímil como sus
caras, es tan verdad como su horrible contraste en un mundo soñado de meigas y
adefesios. Su celo insomne las tenía noches enteras colgadas e inmóviles, como
murciélagos, bajo el alero de su tabuco, en el más alto saledizo de una casa de
paja barro, de paredes abarrigadas y ruinosas, allá en la plazuela de los
Cueros, espiando, entre postigos, la vida de los nuevos vecinos o adivinando,
al pasar por los círculos de luz mugrienta de los farolones de petróleo, la
silueta de los hombres que venían del lado de la Herrería, de las casas de
perdición, irreconocibles para quien no fuese ellas, bajo las capas o tras el alzado
cuello y espeso guateado de las zamarras; y era fama que habían comprado en el
chamaril de la Filleira un viejo catalejo de la Marina, capaz de meter las
ventanas más distantes en su guardilla.
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