Yo no nací en un lugar sino en una historia. Y cuando me
llamaron para decirme que mi padre había muerto estaba a diez mil kilómetros de
aquí. En aquel instante la tierra se sacudíó y un fuerte terremoto me obligó a
dejarlo todo y salir de casa. Corriendo como si quisiera perseguir las palabras
de mi madre: «Ha muerto papá”.
«Detente», le pedí a mi padre mientras bajaba asustada las
escaleras.
Y al llegar a la calle, esperé.
Luego volví a casa sofocada, como si me hubiera sacudido yo,
no el mundo, y traté de serenarme. De recuperar las palabras de mi madre y
entender lo que me había dicho antes que todo se moviera: que ahora yo, ya no
era sólo yo. Era yo sin mi padre.
Y que no tendría tiempo de llegar a su entierro.
Dos días después le hicieron un funeral, lo cremaron y
metieron sus cenizas en una urna. Al cabo de un tiempo su viuda alquiló un
barco con el fondo de cristal y fue a esparcir el cuerpo volátil de mi padre en
las islas Medes, delante del pueblo de L'Estartit.
Y mi padre se quedó ahí flotando, como una nube.
Ese día, yo tampoco estaba.
Tardé todavía un par de años en visitar la tumba natural de mi
padre. Una mañana de invierno en que me llevó un amigo de la infancia y le
pedí: «No entres al pueblo, vamos a ver las Medes
desde la desembocadura del Ter”.
La desembocadura del río Ter es un paraje natural habitado por
patos salvajes que yo visitaba con frecuencia cuando era pequeña. Iba a pescar
o remontar el río en una barca de
madera. Y desde ahí observaba, majestuosas, las islas Medes y la casa en la que
veraneaba la familia de mi padre, que a mí me parecía un balcón encima del mar:
volar enfrente de las Medes.
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