Ojalá pudiera medirse el dolor
humano con números daros y no con palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma de
saber cuánto hemos sufrido, y que el dolor tuviera materia y medición. Todo
hombre acaba un día u otro enfrentándose a la ingravidez de su paso por el
mundo. Hay seres humanos que pueden soportarlo, yo nunca lo soportaré.
Nunca lo soporté.
Miraba la ciudad de Madrid y la
irrealidad de sus calles y de sus casas y de sus seres humanos me llagaba por todo
mi cuerpo.
He sido un eccehomo.
No entendí la vida.
Las conversaciones con otros
seres humanos se volvieron aburridas, lentas, dañinas. Me dolía hablar con los
demás: veía la inutilidad de todas las conversaciones humanas que han sido y
serán. Veía el olvido de las conversaciones cuando estas aún estaban presentes.
La caída antes de la caída.
La vanidad de las conversaciones,
la vanidad del que habla, la vanidad del que contesta. Las vanidades pactadas para
que el mundo pueda existir.
Fue entonces cuando volví otra
vez a pensar en mi padre. Porque pensé que las conversaciones que había tenido
con mi padre eran lo único que merecía la pena. Regresé a esas conversaciones,
a la espera de lograr un momento de descanso en mitad del desvanecimiento
general de todas las cosas.
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