Ordesa, Mauel Vilas, p. 212
Mi padre no me enseñó a quererle.
Me cogía de la mano cuando era un niño y salíamos a la calle. Tampoco nadie le dijo
a él si quería ser padre, si verdaderamente había tomado la decisión de ser
padre de una manera libre y sin coacciones. Mi padre escribía sus duplicados,
iba anotando allí lo que vendía a los sastres de las provincias de Huesca,
Lérida y Teruel; sastres que hicieron trajes a medida a hombres que ya murieron
y que tal vez fueron enterrados con esos trajes; murieron también los sastres y
ninguno de sus hijos heredó el negocio porque ya no había negocio que heredar.
No supo enseñarme a quererle,
pero cómo se hace eso.
Varias veces le dieron diplomas
porque era el viajante que más vendía. A mí me ponían matrículas de honor en aquella
carrera pobretona que estudié en Zaragoza, una carrera cuya finalidad era
aprenderse cuatro frases sobre Lo pe de Vega y unas cuantas destrezas para
analizar las oraciones subordinadas de relativo: menudo acierto de carrera. Era
lo mismo, lo mismo lo que hizo mi padre y lo que hice yo. El subdesarrollo
persistía, se había camuflado un poco pero seguía estando allí.
Los ricos seguían siendo los
otros.
Nunca nosotros.
No hubo manera de pillar un
chollo, eso es España para todos nosotros, para cuarenta y cuatro millones de
españoles: ver cómo un millón de españoles pillan un chollo y tú no lo pillas.
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