Trilogía de la guerra, Agustín Fernández Mallo, p. 100
Días más tarde, en la cafetería
en la que solíamos quedar, en tanto yo rebañaba las últimas huellas amarillas
de los huevos Benedict, Rodolfo me dijo que Central Park estaba muy bien, sí,
pero que lo que a él realmente le gustaba eran los Cloisters. Ante mi pregunta
de qué era eso de los Cloisters, me contó que se trababa, como el nombre indica,
de unos claustros, pero claustros de verdad, originales del medievo, situados
en el extremo más noroccidental de la isla de Manhattan, mucho más arriba de
Harlem, en la poco conocida zona de Washington Heights, sobre una colina con
vistas al río Hudson. A principios del siglo XX, me dijo, esos claustros habían
sido traídos, piedra a piedra, desde distintos lugares de Europa, para ser
montados allí. “La resultante es una abadía medieval hecha con trozos de
francesas y españolas. Si tomamos ahora el metro podemos estar allí en poco más
de media hora», propuso. No vi inconveniente alguno.
En Columbus Circle tomamos la
línea A. El andén estaba ocupado por un mural de técnica grafiti; mostraba avenidas
atestadas de gente, que en perspectiva caballera se perdían en un fondo de
rascacielos sobre los que parecía estar lloviendo. Una vez en el tren, fui
haciéndole preguntas acerca de los Cloisters. Supe entonces que en el año 1925
John Rockefeller Jr. había donado a la ciudad esas hectáreas de tierra a
orillas del Hudson para la construcción de un museo que, según era su deseo,
albergara la colección de arte medieval del escultor y gran coleccionista americano
George Barnard. Al mismo tiempo, Rockefeller Jr. también había donado varias
hectáreas de tierra en Nueva Jersey, es decir, en la orilla justamente opuesta
del río Hudson, con la consigna de que no fueran tocadas para que la vista
desde el futuro museo se conservara por siempre intacta. Años más tarde, en
1930, ese mismo Rockefeller encargaría por fin a Charles Collens, arquitecto de
su confianza, la construcción del monasterio hoy conocido como los Cloisters, usando para ello
las partes originales, llevadas en barco a Nueva York, de distintas
edificaciones medievales, como el monasterio de San Miguel de Cuxá o el
monasterio benedictino de San Pedro de Arlanza.
Claustro de San Miguel de Cuxa, New York, 3 de marzo de 2014
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