Ordesa, Manuel Vilas, p. 91
Llevo ya mucho tiempo sin beber.
Creí que no lo conseguiría, pero lo he conseguido. Hay ocasiones en que me apetece muchísimo tomarme una cerveza, una copa de vino blanco muy frío. La bebida me estaba matando, iba a ella de forma compulsiva, buscando el fin. Reaccioné. Ahora sigo sufriendo, pero no bebo.
Bebí muchísimo. Tuve dos ingresos hospitalarios. Me caía en mitad de la calle y venía la policía.
Todo alcohólico llega al momento en que debe elegir entre seguir bebiendo o seguir viviendo. Una especie de elección ortográfica: o te quedas con las bes o con las uves. Y resulta que acabas amando mucho a tu propia vida, por insípida y miserable que sea. Hay otros que no, que no salen, que mueren. Hay muerte en el sí al alcohol y en el no al alcohol. Quien ha bebido mucho sabe que el alcohol es una herramienta que rompe el candado del mundo. Acabas viéndolo todo mejor, si luego sabes salir de allí, claro.
Beber era más importante que vivir, era el paraíso.
Beber mejoraba el mundo, y eso siempre será así.
Recuerdo el día en que, tras mi divorcio, una entidad bancaria me concedió la hipoteca de mi apartamento. Recuerdo que me preguntaron que si gozaba de buena salud y dije que sí. Cuando salí del banco, con la hipoteca concedida, me fui a un bar que había aliado de la sucursal. Era la una y media o las dos del mediodía. Estuve bebiendo en ese bar sin parar. Bebía vino. Me puse eufórico. Salí del bar y anduve justo por detrás de la sucursal y allí, en una plaza, me caí redondo.
(En la imagen Días sin huella de Billy Wilder)
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