El mundo tal como lo encontré, Bruce Duffy, p. 398
Esta imagen del cormorán predador
parecía poder aplicarse a toda la vida de Wittgenstein, incluyendo el
cristianismo. Ahora era discípulo de Tolstoi y llevaba el Nuevo Testamento en
un bolsillo de la guerrera y los Evangelios de Tolstoi en el otro. Deseaba
vivir una vida de sencilla caridad y fe cristiana, una fe previa a cualquier iglesia.
Sin embargo, aunque reconocía todas las imposiciones de la fe cristiana, no
obtenía la paz que, se supone, acompaña a esta postura. La ética lo consumía:
era lo más importante de su vida y la clave de su filosofía, pero también era
algo fundamentalmente silencioso. La ética no podía enseñarse o expresarse;
sólo podía mostrarse por medio de una vida ejemplar. Y el objeto de su vida y su
trabajo era moral... sino, ¿qué sentido tenía vivir? Sabía, sin poder
justificarlo lógicamente, que la vida buena era la vida feliz. De modo que,
como cuestión ética, había decidido ser feliz para ser bueno, pero sólo lograba
ser desdichado y en consecuencia falso ... luchando por aprehender la esencia
de la vida cuando, a semejanza del cormorán, de todos modos no podía tragarla.
Y el anillo no lo soltaba. Ahí
estaba él: un buen soldado, un soldado condecorado, con la reputación de
mantener la sangre fría bajo el fuego y cuidar de sus hombres. Pero hasta la
valentía era falsa si a él apenas le importaba vivir. En ocasiones,
Wittgenstein envidiaba a los cobardes, preguntándose si no serían los únicos sensatos
por amar verdaderamente la vida. Y sin embargo, estos que amaban la vida, los
que estaban ahora tan desesperados que eran capaces de todo, hasta de
dispararse en un pie para salvar la piel... estos hombres respecto de quienes
se sentía tan responsable eran aquellos que, llegado el caso, no se sentirían
en lo más mínimo responsables de él. En los últimos tiempos, Wittgenstein temía
que tal vez correría la misma suerte de Kurt, que lo abandonarían en plena
batalla, dejándolo con un arma cargada y enfrentado a una elección definitiva.
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