Niki, el nombre que al final le
pusimos a mi hija pequeña, no es una abreviatura, fue un acuerdo al que llegué con
su padre. Por paradójico que parezca, fue él quien quiso ponerle un nombre
japonés, pero yo, impulsada quizá por el deseo egoísta de no querer recordar el
pasado, insistí en un nombre inglés. Al final, consintió en ponerle Niki,
pensando que este nombre tenía ciertas resonancias orientales.
Niki vino a verme a principios de
este año, en abril, cuando los días eran todavía fríos y húmedos. Quizá tenía intención
de quedarse más tiempo, no lo sé, pero mi finca y la calma que allí reinaba la
intranquilizaban y, poco tiempo después noté que se sentía ansiosa por volver a
su vida en Londres. Oía mis discos de música clásica con impaciencia y hojeaba
rápidamente una revista tras otra. La llamaban por teléfono constantemente y
entonces ella, con unas ropas muy ceñidas que apretaban su delgada silueta, cruzaba
la alfombra dando zancadas, asegurándose de cerrar la puerta para que yo no
alcanzase a oír la conversación.
Al cabo de cinco días, se marchó.
Hasta el segundo día no mencionó a Keiko. Era una mañana de viento, gris, y
habíamos acercado los sillones al ventanal para ver caer la lluvia en el
jardín.
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