El mundo tal como lo encontré, Bruce Duffy, p. 499
Durante todo aquel verano,
mientras las diversas prótesis morales se derrumbaban, en el alma de
Wittgenstein se libró un asedio. N o era una estrella en el cielo sino sólo un
continente vacío, una escupidera. Ahora. sólo había sexo, espasmos convulsos de
sexo incontrolable, indiscriminado. Una y otra vez se encontraba desnudando y
chupando el salado semen de alguna polla desbordante que se inclinaba como una
yugular hinchada en su boca mientras las fuertes piernas de un extraño se
estremecían al viento. Reacio a racionalizar su culpa, incapaz de perdonarse y
empezar de nuevo, absolutamente adherido a su podredumbre original, se había
hundido hasta el fondo. El pecado rezumaba de todos sus poros. De hecho había
veces en que el único signo de vida que percibía en sí mismo eran las
repentinas erecciones, que se extendían por la pernera de su pantalón en los
tranvías, en clase y en otros lugares inadecuados, unas turgencias que su mente
no controlaba, como un perro que hubiera roto su correa. No había manera de
luchar contra ello. Peleando contra la marea como un nadador agotado, su
voluntad se derrumbaba inevitablemente ante un torrente de ansia que lo
arrastraba al Prater, para arrodillarse allí bajo el vientre liso de algún
carnicero o mecánico sin empleo y con ojos de predador nocturno, unos tipos que
apenas terminar se retiraban sacudiéndose el miembro como si estuvieran frente
a un orinal mientras Wittgenstein se giraba con delicadeza y escupía el semen,
como si fuera veneno, entre los matorrales.
1 comentario:
Publicar un comentario