Nuestro optimismo no está
justificado, no hay señales que nos animen a pensar que algo puede mejorar.
Crece solo, nuestro optimismo, como la mala hierba, después de un beso, de una
charla, de un buen vino, aunque de eso ya casi no nos queda. Rendirse es
parecido: nace y crece la ponzoña de la derrota durante un mal día, con la
claridad de un mal día, forzada por la cosa más tonta, la misma que antes, en
mejores condiciones, no nos hubiera hecho daño y que sin más consigue
aniquilarnos, si es que coincide por fin ese último golpe con el límite de
nuestras fuerzas. De pronto, aquello en lo que no habíamos reparado siquiera nos
destruye, como las trampas de un cazador que nos supera en habilidad y a las
que no prestábamos atención mientras nos distraíamos con el señuelo. A qué
negar, en cambio, que mientras pudimos también cazamos así, utilizando trampas,
señuelos y grotescos pero muy efectivos camuflajes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario