El día de la investidura del
nuevo presidente, cuando nos preocupaba que alguien lo pudiera asesinar mientras
caminaba cogido de la mano de su excepcional esposa entre los aplausos de la
multitud, y cuando muchos de nosotros estábamos al borde de la ruina económica como
resultado del estallido de la burbuja de las hipotecas, y cuando Isis todavía
no era más que una diosa-madre egipcia, llegó a Nueva York un rey septuagenario
y sin corona procedente de un país lejano y acompañado de sus tres hijos
huérfanos de madre para tomar posesión de su palacio en el exilio,
comportándose como si no hubiera ningún problema en el país ni tampoco en el mundo
en general ni en su propio pasado. Empezó a reinar en su vecindario como si
fuera un emperador benévolo, aunque, a pesar de su sonrisa encantadora y del
talento con el que tocaba su víolín Guadagnini de 1745, exudaba un olor fuerte
y barato, ese olor inconfundible de la gente peligrosa, chabacana y despótica,
uno de esos aromas que nos advertía: cuidado con este tipo, porque es capaz de
ordenar tu ejecución en cualquier momento, si llevas una camisa que no le
gusta, por ejemplo, o si le viene en gana acostarse con tu mujer.
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