Flores en las grietas, Richard Ford, p. 141
En los años transcurridos desde
entonces ha habido otras ocasiones para esta especie de respuesta abrupta pero
contundente a las señales contingentes del mundo, respuestas que hoy me parecen
lamentables y cuyo relato no resulta demasiado interesante. (Aunque estoy
seguro de que no se trata de una simple “cosa de hombres”, pues también he visto
hacerlo a mujeres y he sido lo suficientemente desgraciado como para sufrir una
o dos veces los golpes de ellas). Pero una vez le pegué a mi mejor amigo del
momento entre dos downs de un partido informal de fútbol americano en que los
equipos se distinguían por llevar camiseta o no. No volvimos a ser amigos
después de eso. Una vez le pegué en la nariz a un hermano de fraternidad porque
me había humillado en público, además de porque no me gustaba. En una comida,
tras el funeral de un amigo, en un exabrupto, di un puñetazo a otro deudo que,
con su manera exagerada de exteriorizar su duelo, agravaba la situación y
ahondaba la pena de todos los demás, y lo «necesitaba”, o al menos eso era lo
que yo sentía. Y hace muchísimos años, una tarde de sábado de mediados de mayo,
en una calle de Jackson, Mississippi, me incliné y le besé el culo desnudo a
otro muchacho con la expresa intención de evitar que me pegara. (Me temo que de
todo esto hay muy poco que aprender, salvo que el honor no tiene nada que ver
con ello.)
No puedo hablar en nombre de la
cultura en general, pero lo cierto es que, durante toda mi vida, cada vez que
me encontré con algo que me parecía absolutamente injusto, inmerecido, o un
dilema insoluble, pensé en tratar el asunto a golpes o asestar un puñetazo en
el rostro a su emisario. Eso mismo pensé hacer con los autores de ciertas
críticas literarias injustas. Así como en relación con narradores a los que
consideraba hipócritas y merecedores de algún castigo. Lo mismo en relación con
mi mujer en un par de ocasiones. Una vez le lancé un imprudente swing a mi
propio padre, un puñetazo que erré, pero que me deparó muy malas consecuencias.
Incluso me ha sucedido con mi vecino de la acera de enfrente, quien en el calor
de una simple discusión por un perro que ladraba, me dio un puñetazo muy fuerte
en la cara, lo que justificaba (o así lo consideré) que le pegara hasta dejarlo
en la acera cubierto de sangre. Cuando ocurrió
yo tenía cuarenta y ocho años; era todo un adulto. Todavía hoy, aunque, tal
como prometí, ya no hago estas cosas,. Dar un golpe en la cara sigue siendo un
acto cuya posibilidad conservo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario