Bagdad 16 de abril de 2003
Fue el doctor Al-Daini quien
encontró a la muchacha, abandonada y sola, en el largo pasillo central. Estaba
enterrada casi por completo bajo cristales rotos y esquirlas de cerámica, bajo
una pila de ropa desechada y muebles y periódicos viejos usados como material
de embalaje. Apenas debía de vérsela entre el polvo y la oscuridad, pero el
doctor Al-Daini había dedicado décadas a la búsqueda de muchachas como ella, y
la distinguió allí donde a otros les habría pasado inadvertida. Sólo asomaba la
cabeza, con los ojos azules abiertos, los labios teñidos de un rojo desvaído.
Se arrodilló junto a ella y retiró con cuidado parte de los escombros. Fuera
oía voces, y el retumbo de los tanques al cambiar de posición. De pronto una
luz intensa iluminó el pasillo y
aparecieron hombres armados, vociferando, dando órdenes, pero llegaban
demasiado tarde. Otros como ellos, anteponiendo sus propios intereses, habían
permanecido de brazos cruzados mientras todo aquello ocurría. A esos individuos
la muchacha les era indiferente, pero no así al doctor Al-Daini. La reconoció
de inmediato, porque era una de sus preferidas. Su belleza lo cautivó desde el
instante en que posó la mirada en ella, y en los años posteriores nunca dejaba
de buscar algún momento de tranquilidad para pasarlo con ella durante el día, o
para cruzar un saludo, o sencillamente para quedarse a su lado y devolverle la
sonrisa.
Tal vez aún fuera posible
salvarla, pensó, pero mientras apartaba con cautela maderas y piedras,
comprendió que poco podía hacer ya por ella. Tenía el cuerpo destrozado, hecho
añicos en un acto de profanación que para él carecía de todo sentido. Aquello
no era un accidente, sino una agresión intencionada: vio en el suelo las
huellas de las botas que le habían pisoteado las piernas y los brazos,
reduciéndolos a fragmentos poco mayores que los granos de arena sobre los que
ahora reposaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario