En mi ánimo está contar la parte
invisible de la vida de un hombre al que me unió el azar y de quien seguí sus
pasos mientras no llevaban rumbo.
También es mi intención describir
las obligaciones de su cuerpo, la posibilidad de su alma y, si soy capaz de
componerlo, el rompecabezas de sus rasgos, que con pocos años tenía las facetas
-piel limpia, óvalo de luna llena, oscuros ojos grandes- de un rostro
agraciado, y algún viento aciago las descolocó.
Le vamos a llamar Vicente, nombre
pensado por otros para un niño real. Ni a él ni a mí nos ha gustado nunca. En su
adolescencia estuvimos a punto de cambiárselo, pero él pensaba en uno, francés
y corto, yo en otro, largo y señalado en su partida de bautismo. Esos dos
nombres opuestos se pelearon entre sí, y la riña acabó con el propósito. Yo no
me llamaré de ninguna manera, al menos de momento.
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