Páginas escogidas, Rafael Sánchez Ferlosio, p. 173-174
No hay nada que pueda
impresionarme tan desfavorablemente como el que alguien trate de impresionarme
favorablemente. Los simpáticos me caen siempre antipáticos; los antipáticos me
resultan, ciertamente, incómodos en tanto dura la conversación, pero cuando
ésta se acaba se han ganado mi aprecio y simpatía. Ese viajero que dice «Buenas
noches», al entrar en el compartimiento del vagón; que apenas alza los ojos,
sin interés alguno, a la comparecencia de viajeros nuevos, que no vuelve a
despegar los labios hasta llegar a su estación, para decir: «Que tengan ustedes
buen viaje», suscita en mí la convicción -probablemente tan arbitraria como
injusta- de que en un choque o un descarrilamiento se portaría del modo más
heroico y más socorredor, mientras que el dicharachero, que no ha parado en
todo el viaje de hablar y de reír, de entablar relación con todo cristo, y no
digamos si -¡horror!- hasta contando chistes por añadidura, me impone, en
cambio, la más absoluta certidumbre de que no podría dar, en igual trance, sino
el más bochornoso espectáculo de histeria y cobardía. La simpatía es un
arcaísmo de quienes creen, quieren creer o necesitan fingir que hay todavía un
medío, un ámbito de vida pública, en el que los hombres pueden allegarse en
algún grado, de manera directa y espontánea, los unos a los otros. La antipatía
es resistencia y repugnancia a simular y escenificar -abyectamente- un mundo
que no existe.
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