La primera vez que Caesar le
propuso a Cora huir al norte, ella se negó.
Fue su abuela la que habló. La
abuela de Cora no había visto el océano hasta aquella tarde luminosa en el
puerto de Ouidah y el agua la deslumbró después del encierro en las mazmorras
del fuerte. Los almacenaban en las mazmorras hasta que llegaban los barcos.
Asaltantes dahomeyanos raptaron primero a los hombres y luego, con la siguiente
luna, regresaron a la aldea de la abuela a por las mujeres y los niños y los condujeron
encadenados por parejas hasta el mar. Al mirar el vano negro de la puerta,
Ajarry pensó que allá abajo, en la oscuridad, se reuniría con su padre. Los
supervivientes de la aldea le contaron que, cuando su padre no había podido aguantar
el ritmo de la larga marcha, los negreros le habían reventado la cabeza y
habían abandonado el cadáver junto al camino. La madre de Ajarry había muerto
años atrás.
A la abuela de Cora la vendieron varias veces
en ruta hacia el puerto, los negreros la cambiaron por conchas de cauri y cuentas
de vidrio. Costaba decir cuánto habían pagado por ella en Ouidah porque fue una
compra al por mayor, ochenta y ocho almas por sesenta cajones de ron y pólvora,
a un precio que se fijó tras el regateo de rigor en inglés costeño. Los hombres
sanos y las embarazadas valían más que los menores, lo que dificultaba los
cálculos individuales.
El Nanny había zarpado de
Liverpool y había hecho dos escalas previas en la Costa de Oro. El capitán
alternaba las adquisiciones para no acabar con un cargamento de un único temperamento
y cultura. A saber qué tipo de motín podrían tramar los cautivos de compartir
un idioma común.
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