Cuando, una mañana, Gregor Samsa
se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama transformado en un
bicho monstruoso. Yacía sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar
un poco la cabeza vio su vientre abombado, pardo, segmentado por induraciones
en forma de arco, sobre cuya prominencia el cubrecama, a punto ya de deslizarse
del todo, apenas si podía sostenerse. Sus numerosas patas, de una deplorable delgadez en
comparación con las dimensiones habituales de Gregor, temblaban indefensas ante
sus ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No
era un sueño. Su habitación, en verdad la habitación de un ser humano, solo que
un tanto pequeña, seguía ahí entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de
la mesa, sobre la que había un muestrario de telas desplegado –Samsa era
viajante de comercio-, colgaba un retrato que él había recortado hacía poco de
una revista ilustrada y puesto en un precioso marco dorado. Representaba a una dama
con un sombrero y una boa de piel que, bien erguida en su asiento, alzaba hacia
el espectador un pesado manguito, también de piel, en el que había desaparecido
todo su antebrazo.
La mirada de Gregor se dirigió
luego a la ventana, y el tiempo nublado -se oía el tamborileo de las gotas de lluvia
contra la plancha metálica del alféizar- lo puso muy melancólico. «¿Y si
durmiera un rato más y me olvidara de todas estas tonterías?»
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