A las seis de la tarde se levantó
de la cama y se puso los zapatos y la corbata. En el baño se echó agua en la
cara y se peinó el cabello corto y negro. No tenía por qué rasurarse; nunca
había tenido mucha barba y una rasurada le duraba tres días. Se puso una poca
de agua de colonia Yardley, volvió al cuarto y del buró sacó la cuarenta y
cinco. Revisó que tuviera el cargador en su sitio y un cartucho en la recámara.
La limpió cuidadosamente con una gamuza y se la acomodó en la funda que le
colgaba del hombro. Luego tomó su navaja de resorte, comprobó que funcionaba
bien y se la guardó en la bolsa del pantalón. Finalmente se puso el saco de gabardina
beige y el sombrero de alas anchas. Ya vestido volvió al baño para verse al
espejo. El saco era nuevo y el sastre había hecho un buen trabajo; casi no se
notaba el bulto de la pistola bajo el brazo, sobre el corazón. Inconscientemente,
mientras se veía en el espejo, Acarició el
sitio donde la llevaba. Sin ella se sentía desnudo. El Licenciado, en la
cantina de La Ópera, comentó un día que ese sentimiento no era más que un
complejo de inferioridad, pero el Licenciado, como siempre, estaba borracho
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