Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DIONISIO

La decadencia de Nerón Golden, Salman Rushdie, p 49

Dieciocho años después de que naciera Apu, el viejo tuvo una relación extraconyugal y no tornó precauciones y el resultado fue un embarazo que él decidió no abortar, dado que, en su opinión, las decisiones siempre le correspondían a él. La madre era una pobre mujer cuya identidad no trascendió (¿una secretaria?, ¿una puta?) y que a cambio de cierta consideración financiera entregó al niño a su padre, se marchó de la ciudad y desapareció de la historia del bebé. Así pues, igual que el dios Dioniso, el niño nació dos veces, la primera de su madre y la segunda en el mundo de su padre. El dios Dioniso siempre fue un forastero, un dios de la resurrección y de la llegada, “el dios que viene”. También era andrógino, «hombre-mujer”. El hecho de que aquél fuera el seudónimo que eligió el hijo menor de Nerón Golden en el juego de rebautizarse con nombres clásicos revela que ya sabía algo de sí mismo antes de saberlo, por así decirlo. Por entonces, sin embargo, las razones que dio para elegir aquel nombre eran que, en primer lugar, Dioniso se había aventurado hasta el interior de la India, y ciertamente el mítico monte Nisa donde había nacido podría haber estado en el subcontinente; y en segundo lugar, que era la deidad del placer sensual, y no solamente Dioniso, sino, en su encarnación romana, también Baco, el dios del vino, el desorden y el éxtasis, todo lo cual -según Dioniso Golden- parecía divertido. Pese a todo, pronto anunció que prefería que no lo llamaran por su nombre divino completo y pasó a usar el simple y casi apónimo apodo de una sola letra, D. 
En la foto,  el Baco de Miguel Angel

DE LA INCORRECCION POLITICA

La decadencia de Nerón Golden, Salman Rushdie, p 49
Pero las burbujas suelen ser frágiles, y muchas noches los profesores hablaban en tono preocupado del momento en que reventaran. Les preocupaba la corrección política: aquella colega suya que había salido en la tele con una alumna de veintitrés años gritándole palabrotas a la cara desde un palmo de distancia por un desacuerdo sobre periodismo en el campus; aquel otro colega suyo que también había salido en televisión vituperado por negarse a prohibir los disfraces de Pocahontas en Halloween; aquel colega al que habían obligado a tomarse al menos un semestre sabático de uno de sus seminarios por no haber defendido lo suficiente el “espacio seguro” de una estudiante contra la intrusión de una serie de ideas que aquella estudiante consideraba demasiado “poco seguras” para que ~- su joven mente se las encontrara; el colega que había desafiado la petición estudiantil de quitar una estatua del Presidente Jefferson del campus de su facultad, a pesar del hecho reprochable de que Jefferson había tenido esclavos; colega execrado por sus alumnos de familias evangélicas cristianas por pedirles que se leyeran una novela gráfica escrita por una autora de viñetas lesbiana; el colega que se había visto obligado a cancelar una producción de Los monólogos de la vagina de Eve Ensler porque el hecho de definir a las mujeres como personas con vagina suponía una discriminación contra las personas que se identificaban como mujeres y que no poseían vaginas; o bien sus colegas que oponían resistencia a los intentos de los alumnos de “desplataformizar” a los musulmanes apóstatas porque sus ideas eran ofensivas para los musulmanes no apóstatas. Les preocupaba que la gente joven se estuviera volviendo partidaria de la censura, partidaria de prohibir cosas y de las restricciones. Cómo había sucedido esto, me preguntaban, aquel estrechamiento de miras de las jóvenes mentes americanas; estamos empezando a tener miedo a la gente joven.

DE LA JUSTICIA

Páginas escogidas, Rafael Sánchez Ferlosio, p. 374-375
La indefectibilidad de la justicia. De ella dice Ferlosio que “nada tiene que ver con la venganza de parte, a la que ha desencarnado, a la que ha desposeído, y en quien se ha subrogado, sino que es la indefectibilidad de algo estatuido en forma de cumplimiento permanente; algo que, como la turbina del molino, no deja de estar girando noche y día, haya o no haya grano que moler”. Es a continuación de estas líneas donde--se lee: «Y, a este respecto, me viene a la memoria cierto pasaje que mi inolvidable y malogrado amigo don Jacinto Batalla y Valbellido dejó escrito en el original inacabado de su libro inédito Estampas mexicanas, y que dice así: "En la feria de Querétaro, en 1938, tuve ocasión de ver un insólito autómata de barraca: una figura algo mayor que el natural, en talla policromada, que tenía vendados ambos ojos, queriendo indudablemente representar a la Justicia, y la espada empuñada con las dos manos; algún resorte oculto, cuyo eje se dejaba entrever en las axilas, algo manchadas de lubrificante negro y oleoso, le hacía bajar los brazos de modo que la espada fuese a dar sobre el tajuelo que tenía delante, para luego volver a levantarse pesadamente y repetir el golpe, todo ello a intervalos regulares. Este autómata debía de estar, por entonces, incompleto, porque, lógicamente, uno se habría esperado hallar otro muñeco, igualmente automático, que representase al reo, con el cuello apoyado en el tajuelo, y que por resortes propios separase la cabeza del tronco a cada tajo de la espada, para volverlos a juntar en espera del siguiente; pero a esta pérdída del personaje que sin duda había completado en un principio el conjunto del juguete suplían ahora, en cierta manera, los chiquillos que, cuando el dueño de la barraca no miraba, jugaban a poner un brazo, y alguno incluso el cuello, encima del tajuelo, como desafiándose a ver quién aguantaba más antes de que la espada lo alcanzase, aunque, al ser ésta de madera, por muy repintada de purpurina imitación-acero que estuviese, tampoco podría haberles hecho demasiado daño"”.

Vale la pena, ya puestos, transcribir además el agudo comentario que Ferlosio adosa a esta cita de don Jacinto: “A semejanza de este autómata de feria que no escapó a la mirada siempre atenta del malogrado don Jacinto, la indefectibilidad de la justicia parece consistir en un automatismo que hace caer sobre el tajuelo el golpe de la espada con intervalos mínimos y siempre idénticos e independientemente de que halle o no un cuello de reo bajo su filo. La ceguera de los ojos vendados con que la tradicional alegoría la representa es mucho más que la ceguera ante la particularidad de cada reo; es la ceguera de la anticipación, para la cual no hay ya nada nuevo: ninguna nueva pasión de vengador ante cada nuevo agravio, sino la anticipada desencarnación de todas las pasiones vengadoras en una única, virtual venganza ya cumplida en vacío y para siempre -y, por tanto, sin trauma ni pasión- por la sola instauración de un aparato de justicia, que, anterior a cualquier posible agravio, se limita a repetir la ejecución de aquella única sentencia ya fallada, y en la que el ejecutado es siempre el mismo reo: el que aparece mentado una vez sola de una vez por todas en el código”.

INCIPIT 897. VOCES QUE SUSURRAN / JOHN CONNOLLY

Bagdad 16 de abril de 2003
Fue el doctor Al-Daini quien encontró a la muchacha, abandonada y sola, en el largo pasillo central. Estaba enterrada casi por completo bajo cristales rotos y esquirlas de cerámica, bajo una pila de ropa desechada y muebles y periódicos viejos usados como material de embalaje. Apenas debía de vérsela entre el polvo y la oscuridad, pero el doctor Al-Daini había dedicado décadas a la búsqueda de muchachas como ella, y la distinguió allí donde a otros les habría pasado inadvertida. Sólo asomaba la cabeza, con los ojos azules abiertos, los labios teñidos de un rojo desvaído. Se arrodilló junto a ella y retiró con cuidado parte de los escombros. Fuera oía voces, y el retumbo de los tanques al cambiar de posición. De pronto una luz intensa  iluminó el pasillo y aparecieron hombres armados, vociferando, dando órdenes, pero llegaban demasiado tarde. Otros como ellos, anteponiendo sus propios intereses, habían permanecido de brazos cruzados mientras todo aquello ocurría. A esos individuos la muchacha les era indiferente, pero no así al doctor Al-Daini. La reconoció de inmediato, porque era una de sus preferidas. Su belleza lo cautivó desde el instante en que posó la mirada en ella, y en los años posteriores nunca dejaba de buscar algún momento de tranquilidad para pasarlo con ella durante el día, o para cruzar un saludo, o sencillamente para quedarse a su lado y devolverle la sonrisa.

Tal vez aún fuera posible salvarla, pensó, pero mientras apartaba con cautela maderas y piedras, comprendió que poco podía hacer ya por ella. Tenía el cuerpo destrozado, hecho añicos en un acto de profanación que para él carecía de todo sentido. Aquello no era un accidente, sino una agresión intencionada: vio en el suelo las huellas de las botas que le habían pisoteado las piernas y los brazos, reduciéndolos a fragmentos poco mayores que los granos de arena sobre los que ahora reposaba. 

INCIPIT 896. RENDICION / RAY LORIGA

Nuestro optimismo no está justificado, no hay señales que nos animen a pensar que algo puede mejorar. Crece solo, nuestro optimismo, como la mala hierba, después de un beso, de una charla, de un buen vino, aunque de eso ya casi no nos queda. Rendirse es parecido: nace y crece la ponzoña de la derrota durante un mal día, con la claridad de un mal día, forzada por la cosa más tonta, la misma que antes, en mejores condiciones, no nos hubiera hecho daño y que sin más consigue aniquilarnos, si es que coincide por fin ese último golpe con el límite de nuestras fuerzas. De pronto, aquello en lo que no habíamos reparado siquiera nos destruye, como las trampas de un cazador que nos supera en habilidad y a las que no prestábamos atención mientras nos distraíamos con el señuelo. A qué negar, en cambio, que mientras pudimos también cazamos así, utilizando trampas, señuelos y grotescos pero muy efectivos camuflajes.

INCIPIT 895. PALIDA LUZ EN LAS COLINAS / KAZUO ISHIGURO

Niki, el nombre que al final le pusimos a mi hija pequeña, no es una abreviatura, fue un acuerdo al que llegué con su padre. Por paradójico que parezca, fue él quien quiso ponerle un nombre japonés, pero yo, impulsada quizá por el deseo egoísta de no querer recordar el pasado, insistí en un nombre inglés. Al final, consintió en ponerle Niki, pensando que este nombre tenía ciertas resonancias orientales.
Niki vino a verme a principios de este año, en abril, cuando los días eran todavía fríos y húmedos. Quizá tenía intención de quedarse más tiempo, no lo sé, pero mi finca y la calma que allí reinaba la intranquilizaban y, poco tiempo después noté que se sentía ansiosa por volver a su vida en Londres. Oía mis discos de música clásica con impaciencia y hojeaba rápidamente una revista tras otra. La llamaban por teléfono constantemente y entonces ella, con unas ropas muy ceñidas que apretaban su delgada silueta, cruzaba la alfombra dando zancadas, asegurándose de cerrar la puerta para que yo no alcanzase a oír la conversación.

Al cabo de cinco días, se marchó. Hasta el segundo día no mencionó a Keiko. Era una mañana de viento, gris, y habíamos acercado los sillones al ventanal para ver caer la lluvia en el jardín.

INCIPT 894. LA DECADENCIA DE NERON GOLDEN / SALMAN RUSHDIE

El día de la investidura del nuevo presidente, cuando nos preocupaba que alguien lo pudiera asesinar mientras caminaba cogido de la mano de su excepcional esposa entre los aplausos de la multitud, y cuando muchos de nosotros estábamos al borde de la ruina económica como resultado del estallido de la burbuja de las hipotecas, y cuando Isis todavía no era más que una diosa-madre egipcia, llegó a Nueva York un rey septuagenario y sin corona procedente de un país lejano y acompañado de sus tres hijos huérfanos de madre para tomar posesión de su palacio en el exilio, comportándose como si no hubiera ningún problema en el país ni tampoco en el mundo en general ni en su propio pasado. Empezó a reinar en su vecindario como si fuera un emperador benévolo, aunque, a pesar de su sonrisa encantadora y del talento con el que tocaba su víolín Guadagnini de 1745, exudaba un olor fuerte y barato, ese olor inconfundible de la gente peligrosa, chabacana y despótica, uno de esos aromas que nos advertía: cuidado con este tipo, porque es capaz de ordenar tu ejecución en cualquier momento, si llevas una camisa que no le gusta, por ejemplo, o si le viene en gana acostarse con tu mujer.

INCIPIT 893. LAS VIUDAS DE EASTWICK / JOHN UPDIKE

A los que ya conocíamos su sórdida y escandalosa historia no nos sorprendieron los rumores, procedentes de las distintas localidades donde las brujas se establecieron tras huir de nuestro agradable pueblo de Eastwick, en Rhode Island, de que los maridos que las tres mujeres impías se habían agenciado mediante sus oscuras artes no se habían revelado del todo duraderos. Cuando se utilizan métodos malvados, se obtienen productos de mala calidad. Satán remeda la Creación, sí, pero sus resultados son inferiores.

Alexandra, la de mayor edad y cuerpo más ancho, y la que por su carácter más se acercaba a la humanidad normal y corriente, aquella que posee un espíritu generoso, fue la primera en quedarse viuda. Instintivamente, como les ocurre a muchas esposas entregadas de repente a la soledad, comenzó a viajar. Era como si el mundo entero, mediante las frágiles tarjetas de embarque, los tediosos retrasos en los aeropuertos y los mínimos aunque innegables riesgos que entraña volar en unos tiempos de combustibles cada vez más caros, líneas aéreas en quiebra, terroristas suicidas y fatiga acumulada del metal, estuviese obligado a suplir la fructífera molestia de tener un compañero.

INCIPIT 892. LA GALAXIA CANIBAL / CYNTHIA OZICK

El Director de la Escuela Primaria Edmond Fleg era oriundo de Francia (por así decirlo), más precisamente de París, pero cada vez que citaba dichos de su padre o de su madre, muertos mucho tiempo atrás, lo hacía en idish. "Hijo mío", citaba a su padre, "cuando el maestro empieza la clase, khapt men a dremele. Es momento de echarse una siestita." El Director tenía un repertorio de aquellos chistes añejos, todos a costa de sí mismo: parecía un elfo temible. Lo que le daba ese aspecto élfico era la mirada pícara, la sonrisa, los dientes puntiagudos, la tendencia a alzar los ojos al cielo, la piel rojiza y brillosa. Detrás de esa fachada se escondía un melancólico, un derrotado. No provocaba temor en los niños, sino en los maestros. Aunque había estudiado en la Sorbona, sus vocales se esmeraban por sonar norteamericanas.

MERECIDO DESCANSO

Páginas escogidas, Rafael Sánchez Ferlosio, p. 350
Siempre he pensado que esas prosas y decires inevitablemente improvisados eran una fuente especialmente indicada para llegar a percibir la ideología imperante. Mi recurso, a este   Respecto, no consiste en mirar por detrás ni por debajo de tal o cual aparición singular de un determinado estereotipo rutinario, sino en mantenerme en la mera superficie, con la atención despierta para arrimar entre sí distintas recurrencias en textos separados que presenten una cierta relación de analogía perceptible. Aplicando aquí términos propios de la medicina, podría decirse que mi tratamiento no es, en modo alguno, «etiológico», sino estrictamente «sintomático”. No cabe duda de que este inevitable vicio de la «superficialidad”, de no buscar jamás un “fondo”, no es, en modo alguno, el único método posible ni acaso el más recomendable, pero aparte de que no sabría ofrecer otro, no lo encuentro inútil.

Lo ilustraré con un ejemplo sumamente genérico: a cada paso estamos leyendo el estereotipo de «un merecido descanso”, fórmula tan manida que ya ni siquiera detenemos el oído. Pero si este estereotipo se nos viene de pronto a la memoria al leer en otros textos diferentes otras dos expresiones parecidas y no menos rutinarias, como «una sana alegría» o «un honesto esparcimiento” salta al instante el timbre que nos advierte de la eventual presencia de una posible ideología. ¿Por qué -nos preguntarmos- el  descanso tiene que ser «merecido>>, la alegría tiene que ser «sana» y el esparcimiento tiene que ser «honesto»? Debe de haber una mentalidad para la que esas tres cosas sólo son tolerables si vienen avaladas por una justificación moral. La prueba inversa, que confirma la sospecha, está en el hecho de que a ninguna de las tres cosas contrarias, a saber: el cansancio, la tristeza y el aburrimiento, se les exija, en absoluto, alguna suerte de justificación moral equivalente. A mi entender, el caso pone de manifiesto la acrisolada pervivencia de una mentalidad para la que todo lo placentero, corno el descanso, la alegría y el esparcimiento, sólo es lícito cuando está moralmente justificado. De manera que los tres estereotipos recogidos: «un merecido descanso», “una sana alegría” y “un honesto esparcimiento», serían improntas dejadas en el habla por una añeja tradición de ideología represora.

FARISEISMO

Páginas escogidas, Rafael Sánchez Ferlosio, p. 135
Apenas quedan indicios residuales de la predicación de cualidad; casi tan sólo se dice ya sí o no, como Cristo nos enseña y «como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo». O, más bien, sólo no, pues el acto de afirmací6n, que les es tan característico, carece de luz propia, y el efecto óptico de un resplandor sólo se logra llevando al absoluto la negrura de las tinieblas exteriores. Al propio tiempo, y para el mismo efecto, el límite divisorio tiene que ser neto, sin graduación alguna, de suerte que los otros tienen que ser todos igualmente otros, igual de absolutamente otros y execrables: hay que hacer un abismo. Por eso necesitan sentirse rodeados de conjuras, de insidias, de traidores, enanos, gusanos, sapos, ratas, ratas bípedas (Señor, ¿cómo no habrá siquiera alguna rata o sapo que sean casi un ratón, casi una rana?), ciénagas, lodazales, muladares, alcantarillas, cloacas, moncloacas, que uno no sabe qué encuentran todavía en España a amar, corno no sea a sí mismos y a su propia fabulación y alegoría. (Por cierto que esta espléndida floración conceptual de la nueva intelectualidad de derechas española no resulta de rápida y fácil asimilación para mentes más sencillas y menos preparadas, y aun da lugar a pequeñas confusiones, como la de un corresponsal de la presse du coeur de El Imparcial, que escribía que España se había vuelto una “alcantarilla de cloacas”.) Necesitan sentirse solos, porque sentirse solos es sentirse únicos, los únicos legítimos, los únicos verdaderos, “fuera, al aire libre, en vigilia tensa y fervorosa, arma al brazo y en lo alto las estrellas”, puros y elegidos, nítidos y erectos, verticales y exactos.

ANTIPATIA

Páginas escogidas, Rafael Sánchez Ferlosio, p. 173-174
No hay nada que pueda impresionarme tan desfavorablemente como el que alguien trate de impresionarme favorablemente. Los simpáticos me caen siempre antipáticos; los antipáticos me resultan, ciertamente, incómodos en tanto dura la conversación, pero cuando ésta se acaba se han ganado mi aprecio y simpatía. Ese viajero que dice «Buenas noches», al entrar en el compartimiento del vagón; que apenas alza los ojos, sin interés alguno, a la comparecencia de viajeros nuevos, que no vuelve a despegar los labios hasta llegar a su estación, para decir: «Que tengan ustedes buen viaje», suscita en mí la convicción -probablemente tan arbitraria como injusta- de que en un choque o un descarrilamiento se portaría del modo más heroico y más socorredor, mientras que el dicharachero, que no ha parado en todo el viaje de hablar y de reír, de entablar relación con todo cristo, y no digamos si -¡horror!- hasta contando chistes por añadidura, me impone, en cambio, la más absoluta certidumbre de que no podría dar, en igual trance, sino el más bochornoso espectáculo de histeria y cobardía. La simpatía es un arcaísmo de quienes creen, quieren creer o necesitan fingir que hay todavía un medío, un ámbito de vida pública, en el que los hombres pueden allegarse en algún grado, de manera directa y espontánea, los unos a los otros. La antipatía es resistencia y repugnancia a simular y escenificar -abyectamente- un mundo que no existe.

FUEGO, FUEGO

Páginas escogidas, Rafael Sánchez Ferlosio, p 26
Los bomberos.  Corrían menos que una persona normal, pero corrían canónica y gimnásticamente; pecho afuera, puños al pecho, la cabeza alta, levantando mucho los pies del suelo y las rodillas hacia afuera y nunca tropezaban unos con otros. Por eso todo el mundo decía:
-¡Qué bien corren!
Nunca sacaban a nadie por la puerta, aunque pudieran, siempre lo hacían por las ventanas y por los balcones, porque lo importante para vencer era la espectacularidad. Bombero hubo que, en su celo, subió a la joven del primer piso, hasta el quinto, para salvarla desde allí.
En cada piso había siempre una joven. Todos los demás vecinos salían de la casa antes de llegar los bomberos. Pero las jóvenes tenían que quedarse para ser salvadas. Era la ofrenda sagrada que hacía el pueblo a sus héroes, porque no hay héroe sin dama. Cuando llegaba la hora del fuego, toda joven conocía su deber. Mientras los demás huían aprisa con los enseres, ellas se levantaban lentas y trágicas, dando tiempo a las llamas, quitaban de su rostro las pinturas y los afeites, soltaban las largas cabelleras, se desnudaban y se ponían el blanco camión. Salían por fin, solemnes y magníficas, a gritar y a bracear en los balcones.
Así lo vio Alfanhuí aquel dia, así sucedía siempre que había fuego. Sucedía siempre lo mismo porque era un tiempo de orden y de respeto y de buenas costumbres.

En la foto los bomberos de A Coruña

DEL SEXO Y W

El mundo tal como lo encontré, Bruce Duffy, p. 499
Durante todo aquel verano, mientras las diversas prótesis morales se derrumbaban, en el alma de Wittgenstein se libró un asedio. N o era una estrella en el cielo sino sólo un continente vacío, una escupidera. Ahora. sólo había sexo, espasmos convulsos de sexo incontrolable, indiscriminado. Una y otra vez se encontraba desnudando y chupando el salado semen de alguna polla desbordante que se inclinaba como una yugular hinchada en su boca mientras las fuertes piernas de un extraño se estremecían al viento. Reacio a racionalizar su culpa, incapaz de perdonarse y empezar de nuevo, absolutamente adherido a su podredumbre original, se había hundido hasta el fondo. El pecado rezumaba de todos sus poros. De hecho había veces en que el único signo de vida que percibía en sí mismo eran las repentinas erecciones, que se extendían por la pernera de su pantalón en los tranvías, en clase y en otros lugares inadecuados, unas turgencias que su mente no controlaba, como un perro que hubiera roto su correa. No había manera de luchar contra ello. Peleando contra la marea como un nadador agotado, su voluntad se derrumbaba inevitablemente ante un torrente de ansia que lo arrastraba al Prater, para arrodillarse allí bajo el vientre liso de algún carnicero o mecánico sin empleo y con ojos de predador nocturno, unos tipos que apenas terminar se retiraban sacudiéndose el miembro como si estuvieran frente a un orinal mientras Wittgenstein se giraba con delicadeza y escupía el semen, como si fuera veneno, entre los matorrales.

DE LA POBREZA

El mundo tal como lo encontré, Bruce Duffy, p. 494
Más tarde, cuando Wittgenstein comprendió la magnitud de su arrogancia, vio que había sido embrujado por una imagen; la de que la pobreza y la desdicha podían compartirse comunitariamente si se asumían sus manifestaciones exteriores. Pero la pobreza no era la fraternidad o la camaradería; no era pan que podía partirse y distribuirse como limosnas a fin de atenuar las dificultades de la penuria. La pobreza elegida por el padre Haft y por Wittgenstein no se parecía en nada a la trampa sin esperanzas que conocían los aldeanos. Para los elegidos, para aquellos filántropos para quienes la pobreza era una vocación, Dios había quitado la carne pero reservado el caldo, la esencia, de la pobreza; a diferencia de los ignorantes aldeanos, para el padre Haft y para Wittgenstein el conocimiento absoluto de la propia condición entrañaba pobreza de espíritu. El conocimiento también era una enfermedad y Wittgenstein y el sacerdote conocían bien esa situación, la conocían en toda su profundidad y amplitud. Pobreza espiritual o pobreza material... ¿cuál era la más dolorosa? ¿Para quién era dolorosa? Al principio, Wittgenstein creía que para la persona de intelecto superior la angustia de la pobreza espiritual era mucho más profunda que la que padecía la persona ignorante ante la irremediable pobreza material. Pero más tarde, cuando se hizo más sensible al dolor de la gente común, comprendió que Dios, en su sabiduría, había repartido el dolor según las propias luces, de modo que estas dos angustias, si bien cualitativamente diferentes, eran físicamente iguales: una mesa abundante dispuesta para todos.

W.

El mundo tal como lo encontré, Bruce Duffy, p. 448
Un día, mientras hojeaba un manual de salvamento mal redactado, vio una fotografía de un accidente de automóvil, en la que habían señalado las huellas del frenazo y trazado círculos blancos alrededor de algunos objetos significativos: una señal de tráfico rota, un par de gafas destrozadas, el guante de una dama. Vio que los objetos del dibujo se relacionaban con los objetos de la narración, del mismo modo que las palabras se relacionan con las cosas del mundo que representan. El dibujo se conectaba con la realidad y la realidad estaba contenida, de manera inexpresable, en lo que estaba dibujado, empalmando así, en un retrato fidedigno, el esquema representado con su representación.

El dibujo evolucionó hasta constituir una teoría del lenguaje y la forma lógica, y esta teoría, a su vez, se combinó con otras hasta que se convirtió en un libro. Sin embargo, al poner un límite a aquello de lo cual puede hablarse, Wittgenstein se las había arreglado para aislar aquello de lo que no se puede hablar de ninguna manera significativa: Dios, la mística, la ética. Pero como para él estas cosas eran lo más importante sobre lo que se podía pensar, en realidad hubo dos libros: el libro escrito y el trabajo, más amplio y ambicioso, que sugería la inmensidad de todo lo que el libro no mencionaba. Este último era el libro del silencio, del silencio y la espantada resignación ante el silencio.

INCIPIT 891. EL APRENDIZAJE DEL ESCRITOR / JL BORGES

Hace ya tantos años que Carlos Reyes, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.
Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan, que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el 90, pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo  también sus detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.
¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la que les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyes, que se llamaba Laderecha y "que tenía un bigote de tigre", había recibido por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la memoria son inventivos.

Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro

INCIPIT 890. LA LIBRERIA / PENELOPE FITZGERALD

En 1959, Florence Green pasaba de vez en cuando alguna noche en la que no estaba segura de si había dormido o no. Se debía a la preocupación que tenía sobre si comprar Old House, una pequeña propiedad con su propio cobertizo en primera línea de playa, para abrir la única librería de Hardborough. Probablemente era esa incertidumbre lo que la mantenía despierta. Una vez había visto volar por encima del estuario a una garza que intentaba, mientras estaba en el aire, tragarse una anguila que acababa de pescar. La anguila, a su vez, luchaba por escapar del gaznate de la garza, y se le veía un cuarto, la mitad o, en ocasiones, tres cuartos del cuerpo colgando. La indecisión que expresaban ambas criaturas era lastimosa. Se habían propuesto demasiado. 

INCIPIT 889. EL COMPLOT MONGOL / RAFAEL BERNAL

A las seis de la tarde se levantó de la cama y se puso los zapatos y la corbata. En el baño se echó agua en la cara y se peinó el cabello corto y negro. No tenía por qué rasurarse; nunca había tenido mucha barba y una rasurada le duraba tres días. Se puso una poca de agua de colonia Yardley, volvió al cuarto y del buró sacó la cuarenta y cinco. Revisó que tuviera el cargador en su sitio y un cartucho en la recámara. La limpió cuidadosamente con una gamuza y se la acomodó en la funda que le colgaba del hombro. Luego tomó su navaja de resorte, comprobó que funcionaba bien y se la guardó en la bolsa del pantalón. Finalmente se puso el saco de gabardina beige y el sombrero de alas anchas. Ya vestido volvió al baño para verse al espejo. El saco era nuevo y el sastre había hecho un buen trabajo; casi no se notaba el bulto de la pistola bajo el brazo, sobre el corazón. Inconscientemente, mientras se veía en el espejo,  Acarició el sitio donde la llevaba. Sin ella se sentía desnudo. El Licenciado, en la cantina de La Ópera, comentó un día que ese sentimiento no era más que un complejo de inferioridad, pero el Licenciado, como siempre, estaba  borracho

INCIPIT 888. LA TRANSFORMACION / FRANZ KAFKA

Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama transformado en un bicho monstruoso. Yacía sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar un poco la cabeza vio su vientre abombado, pardo, segmentado por induraciones en forma de arco, sobre cuya prominencia el cubrecama, a punto ya de deslizarse del todo, apenas si podía sostenerse. Sus numerosas  patas, de una deplorable delgadez en comparación con las dimensiones habituales de Gregor, temblaban indefensas ante sus ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño. Su habitación, en verdad la habitación de un ser humano, solo que un tanto pequeña, seguía ahí entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de la mesa, sobre la que había un muestrario de telas desplegado –Samsa era viajante de comercio-, colgaba un retrato que él había recortado hacía poco de una revista ilustrada y puesto en un precioso marco dorado. Representaba a una dama con un sombrero y una boa de piel que, bien erguida en su asiento, alzaba hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, en el que había desaparecido todo su antebrazo.

La mirada de Gregor se dirigió luego a la ventana, y el tiempo nublado -se oía el tamborileo de las gotas de lluvia contra la plancha metálica del alféizar- lo puso muy melancólico. «¿Y si durmiera un rato más y me olvidara de todas estas tonterías?»

INCIPIT 887. EL MUNDO TAL COMO LO ENCONTRE / BRUCE DUFFY

EL PATO-CONEJO
El filósofo adoraba las películas y necesitaba vaciarse periódicamente en aquel límpido río de luz en el que podía abstraerse y olvidar sin disimulo.
Después de una de sus conferencias de tres horas de duración, agotado por sus propias preguntas incesantes, cogía a uno de sus jóvenes del brazo y le preguntaba con mirada ligeramente suplicante:
-¿Le gustaría ver una película?
El Tívoli estaba apenas a una manzana del Trinity College, de Cambridge, y raras veces se llenaba. Corno deseaba evitar los encuentros casuales en la cola, el filósofo dejaba que la película empezase antes de recorrer el pasillo oscuro, comentando a media voz en su inglés británico con acento alemán:
-Para ver esto hay que sentarse cerca ... por lo menos en la cuarta fila.
Proyectaban Sombrero de copa. Con la cabeza echada hacia atrás, absorto mientras Fred hacía girar a Ginger Cheek to Cheek en un sólido templo escenográfico de luz de luna, el filósofo se volvió hacia su compañero y dijo encantado:
-Es maravilloso cómo la luz se derrama sobre nosotros. Como en una ducha.
El joven inglés, de inflexiones precisas y con la americana abrochada hasta el último botón, asintió atentamente con una sonrisa mientras su mentor continuaba:

-Nadie puede bailar corno Fred Astaire. Sólo los americanos son capaces de hacer estas cosas ... los ingleses son demasiado rígidos

WITTGENSTEIN

El mundo tal como lo encontré, Bruce Duffy, p. 398
Esta imagen del cormorán predador parecía poder aplicarse a toda la vida de Wittgenstein, incluyendo el cristianismo. Ahora era discípulo de Tolstoi y llevaba el Nuevo Testamento en un bolsillo de la guerrera y los Evangelios de Tolstoi en el otro. Deseaba vivir una vida de sencilla caridad y fe cristiana, una fe previa a cualquier iglesia. Sin embargo, aunque reconocía todas las imposiciones de la fe cristiana, no obtenía la paz que, se supone, acompaña a esta postura. La ética lo consumía: era lo más importante de su vida y la clave de su filosofía, pero también era algo fundamentalmente silencioso. La ética no podía enseñarse o expresarse; sólo podía mostrarse por medio de una vida ejemplar. Y el objeto de su vida y su trabajo era moral... sino, ¿qué sentido tenía vivir? Sabía, sin poder justificarlo lógicamente, que la vida buena era la vida feliz. De modo que, como cuestión ética, había decidido ser feliz para ser bueno, pero sólo lograba ser desdichado y en consecuencia falso ... luchando por aprehender la esencia de la vida cuando, a semejanza del cormorán, de todos modos no podía tragarla.

Y el anillo no lo soltaba. Ahí estaba él: un buen soldado, un soldado condecorado, con la reputación de mantener la sangre fría bajo el fuego y cuidar de sus hombres. Pero hasta la valentía era falsa si a él apenas le importaba vivir. En ocasiones, Wittgenstein envidiaba a los cobardes, preguntándose si no serían los únicos sensatos por amar verdaderamente la vida. Y sin embargo, estos que amaban la vida, los que estaban ahora tan desesperados que eran capaces de todo, hasta de dispararse en un pie para salvar la piel... estos hombres respecto de quienes se sentía tan responsable eran aquellos que, llegado el caso, no se sentirían en lo más mínimo responsables de él. En los últimos tiempos, Wittgenstein temía que tal vez correría la misma suerte de Kurt, que lo abandonarían en plena batalla, dejándolo con un arma cargada y enfrentado a una elección definitiva.

VACAS

El mundo tal como lo encontré, Bruce Duffy, p. 197
Más tarde me siento alegre. Wittgenstein silba. En los prados, W. habla en alemán a algunas vacas. Las vacas adoran el alemán, explica, incluso nuestro ganado inglés. Éstas son Guernsey, moteadas y de suaves cuernos; se nos acercan al trote. Estamos rodeados. Como damas celosas, nos propinan topetazos y testarazos para que les rasquemos detrás de las orejas y las libremos de las insistentes moscas.
Más tarde comemos en un pálido campo de pastos nuevos. Después, cerca del atardecer, sucede algo maravilloso. Se aproximaba la tormenta. Junto al río, los juncos se balancean arriba y abajo como sábanas de seda verde. La hierba está muy alta y de pronto W. se excita extraordinariamente. Sobre el agua nacen enjambres de efímeras. Como las chispas que brotan de un tronco ardiendo; salen de las profundidades ... nubes de efímeras muy blancas que rebullen sin ruido sobre el agua. Sentado en la orilla, W. está como bajo una tienda; le cae encima una nevada de insectos y él mira hacia arriba, conmovido. Sobre el agua, las ninfas forman una nébula blanca y delgada, después cae un chaparrón que hace chisporrotear el agua. Expuestos aquí podríamos ser alcanzados por un rayo, pero él, que por lo general es tan práctico, no parece preocupado. No me presta atención cuando lo llamo y entonces comprendo lo que pasa. Las moscas caen en el agua. Van precipitándose a millares, saltando como una blanca agua de seltz. El agua queda inundada y todas están muertas.
Mirándome, W. dice: «¿No es hermoso? ¿Que todas se eleven y caigan en nombre de la misma hermosa necesidad? ¿No sería maravilloso que todos nosotros nos levantáramos en la luz y cayéramos todos al unísono, sirviendo sólo a la naturaleza?”
Me quedo espantado. Digo: «Me parece estupendo para las moscas, pero no para los hombres. ¿Que todas las generaciones cayeran así, juntas? ¿Cómo puede decir que es maravillosa esa idea?»

Ahora me está mirando, no enfadado sino triste; al parecer no comprendo aunque yo creo que sí. Él dice: «No se puede estar triste por eso, por la necesidad”.

TRES TORNILLOS

El mundo tal como lo encontré, Bruce Duffy, p. 197
Wittgenstein no era ese tipo de persona que alardea de su riqueza, pero cuando se trataba de cuestiones mobiliarias o estéticas, Rusell pudo comporobar que el dinero no era un problema. El problema era mas bien encontrar muebles que satisficieran los severos criterios de Wittgenstein en cuanto a equilibrio armónico; pureza de líneas y ausencia de ornamento, por no hablar de sus exigencias igualmente desmesuradas de perfección artesana. Fueron a una tienda y luego a otra. Una cómoda tenía las patas demasiado largas; otra tenía horrendos tiradores; descubrió que otra estaba recubierta de un barniz uniforme. Era un escándalo, dijo, disfrazar una cosa de otra.
-Por Dios -gimió Russell-. ¿Hasta qué punto tiene que ser orgánica una forma? ¿Espera que los robles crezcan en forma de sillas y escritorios? Mire esto -dijo Russell, lanzando una mirada de complicidad al vendedor, un hombre maduro, calvo, de extraordinaria  paciencia.
Russell señaló una cómoda, una pieza magnífica. Era de cerezo rojo, bien lacada, un verdadero Stradivarius con patas esbeltas y afiladas y cajones que se deslizaban silenciosamente sobre ruedecillas de goma dura. Pero Wittgenstein encontró inmediatamente un defecto. En la parte trasera de la cómoda había una pieza tallada  con un elegante diseño en abanico. Sin embargo, esta vez el vendedor estaba preparado:
-Pero mire, señor. Es un diseño muy funcional y evita que las cosas se caigan entre el mueble y la pared.
-Totalmente innecesario -gruñó Wittgenstein alejándose-. Puedo coger un penique si se cae al suelo.
-Pero bueno, mire -dijo el vendedor-. Si no le gusta esa pieza, puede quitarla, simplemente. Sólo tiene tres pequeños tornillos. Nadie lo sabrá, señor.
-Por favor. .. -Wittgenstein se iba ya-. Lo siento. No la quiero.
-Pero señor -insistió el vendedor-. Tres pequeños tornillos y tendrá lo que desea. Le haré incluso una rebaja por la pieza que no quiere.
-Escúchelo -rogó Russell.
Wittgenstein miró estupefacto a Russell.
-¿Supone usted que se puede Simplemente ... quitar? Está lijada para siempre. Buenos días, buenos días.-Y se fue, rechazándolos a ambos.
-Escuche -dijo Russell, saliendo tras él por la puerta provista de campanilla-. Hemos estado buscando toda la mañana Y no ha encontrado nada. Ni lo encontrará ...
-Entonces no compraré nada. Iré a Londres.
-¡A Londres! -Russell se detuvo en el estrecho callejón-, ¡Por tres tornillos! . . . . .

-·Tres tornillos son demasiados tornillos! –Wittgenstein siguió caminando-. Dios no nos concede oportunidades ilimitadas

K., A y B

UNA CONFUSIÓN COTIDIANA
Un suceso cotidiano: soportarlo, una confusión cotidiana. A. está a punto de hacer un negocio importante con B., que vive en H. A. se dirige a H para tratar los asuntos previos, y recorre el camino de ida y vuelta en diez minutos respectivamente; al  llegar a casa, alardea de tan singular rapidez. Al día siguiente se  dirige de nuevo a H., para cerrar definitivamente el acuerdo. Sabiendo que la negociación durará previsiblemente varias horas, A. sale de su casa a primera hora de la mañana. Sin embargo, a pesar de que todas las circunstancias, al menos desde el punto de vista de A., son idénticas a las del día anterior, esta vez tarda diez horas en recorrer el camino. Por la tarde, al llegar fatigado a H., le dicen que B., molesto por su ausencia, ha ido a buscarlo él mismo a su pueblo, y deberían haberse cruzado por el camino. Le recomiendan que espere. Pero A., temiendo por el negocio, se pone en marcha de inmediato y se dirige apresuradamente hacia su casa.

Esta vez recorre el camino en un instante, sin prestarle mucha atención. Una vez en casa, le comunican que B. ya ha venido a primera hora de la mañana, justo al salir A., y que incluso se han cruzado en la puerta de la casa, donde B. le ha recordado el negocio que tenían pendiente, pero A. le ha dicho que no tenía tiempo, que tenía que salir a toda prisa. A pesar de ese comportamiento incomprensible de A., B. ha preferido quedarse allí para esperarle. Aunque ha preguntado varias veces si A. ya había llegado, todavía se encuentra arriba, en la habitación de  A. Contento de poder hablar pese a todo con B. y explicarle lo sucedido, A. echa a correr por las escaleras. Cuando está a punto de llegar arriba, tropieza, sufre un esguince y, casi desmayándose de dolor, incapaz incluso de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye cómo B. -no sabe si desde muy lejos o justo a su lado- baja la escalera enfurecido, a pisotones, y  desaparece definitivamente.

ANGELITO

Flores en las grietas, Richard Ford, p. 141
En los años transcurridos desde entonces ha habido otras ocasiones para esta especie de respuesta abrupta pero contundente a las señales contingentes del mundo, respuestas que hoy me parecen lamentables y cuyo relato no resulta demasiado interesante. (Aunque estoy seguro de que no se trata de una simple “cosa de hombres”, pues también he visto hacerlo a mujeres y he sido lo suficientemente desgraciado como para sufrir una o dos veces los golpes de ellas). Pero una vez le pegué a mi mejor amigo del momento entre dos downs de un partido informal de fútbol americano en que los equipos se distinguían por llevar camiseta o no. No volvimos a ser amigos después de eso. Una vez le pegué en la nariz a un hermano de fraternidad porque me había humillado en público, además de porque no me gustaba. En una comida, tras el funeral de un amigo, en un exabrupto, di un puñetazo a otro deudo que, con su manera exagerada de exteriorizar su duelo, agravaba la situación y ahondaba la pena de todos los demás, y lo «necesitaba”, o al menos eso era lo que yo sentía. Y hace muchísimos años, una tarde de sábado de mediados de mayo, en una calle de Jackson, Mississippi, me incliné y le besé el culo desnudo a otro muchacho con la expresa intención de evitar que me pegara. (Me temo que de todo esto hay muy poco que aprender, salvo que el honor no tiene nada que ver con ello.)

No puedo hablar en nombre de la cultura en general, pero lo cierto es que, durante toda mi vida, cada vez que me encontré con algo que me parecía absolutamente injusto, inmerecido, o un dilema insoluble, pensé en tratar el asunto a golpes o asestar un puñetazo en el rostro a su emisario. Eso mismo pensé hacer con los autores de ciertas críticas literarias injustas. Así como en relación con narradores a los que consideraba hipócritas y merecedores de algún castigo. Lo mismo en relación con mi mujer en un par de ocasiones. Una vez le lancé un imprudente swing a mi propio padre, un puñetazo que erré, pero que me deparó muy malas consecuencias. Incluso me ha sucedido con mi vecino de la acera de enfrente, quien en el calor de una simple discusión por un perro que ladraba, me dio un puñetazo muy fuerte en la cara, lo que justificaba (o así lo consideré) que le pegara hasta dejarlo en la acera cubierto de sangre.  Cuando ocurrió yo tenía cuarenta y ocho años; era todo un adulto. Todavía hoy, aunque, tal como prometí, ya no hago estas cosas,. Dar un golpe en la cara sigue siendo un acto cuya posibilidad conservo.

INCIPIT 886. EL JOVEN SIN ALMA / VICENTE MOLINA FOIX

En mi ánimo está contar la parte invisible de la vida de un hombre al que me unió el azar y de quien seguí sus pasos mientras no llevaban rumbo.
También es mi intención describir las obligaciones de su cuerpo, la posibilidad de su alma y, si soy capaz de componerlo, el rompecabezas de sus rasgos, que con pocos años tenía las facetas -piel limpia, óvalo de luna llena, oscuros ojos grandes- de un rostro agraciado, y algún viento aciago las descolocó.

Le vamos a llamar Vicente, nombre pensado por otros para un niño real. Ni a él ni a mí nos ha gustado nunca. En su adolescencia estuvimos a punto de cambiárselo, pero él pensaba en uno, francés y corto, yo en otro, largo y señalado en su partida de bautismo. Esos dos nombres opuestos se pelearon entre sí, y la riña acabó con el propósito. Yo no me llamaré de ninguna manera, al menos de momento.

INCIPIT 885. LOS RESTOS DEL DIA / KAZUO ISHIGURO

Cada vez parece más probable que haga una excursión que desde hace unos días me ronda por la cabeza. La haré yo solo, en el cómodo Ford de mister Farraday. Según la he planeado, me permitirá llegar hasta el oeste del país a través de los más bellos paisajes de Inglaterra y seguramente me mantendrá alejado de Darlington Hall durante al menos cinco o seis días. Debo decir que la idea se me ocurrió a raíz de una sugerencia de lo más amable de mister Farraday, hace casi dos semanas, una tarde en que estaba en la biblioteca quitando el polvo de los retratos. Según recuerdo, me encontraba en lo alto de la escalera limpiando el retrato del vizconde de Wetherby cuando mi patrón entró en la biblioteca llevando unos libros, al parecer con la intención de devolverlos a sus estantes. Al verme, aprovechó la ocasión para decirme que acababa de ultimar sus planes para hacer un viaje a los Estados U nidos de cinco semanas entre los meses de agosto y septiembre. Seguidamente, dejó los libros en su mesa, se sentó en la chaise-longe y, estirando las piernas, me dijo mirándome a los ojos:

-Como comprenderá, Stevens, no voy a exigirle que se quede usted encerrado en esta casa todo el tiempo que yo esté fuera. He pensado que podría coger el coche y pasar unos días fuera. Creo que un descanso no le iría nada mal. 

INCIPIT 884. EL FERROCARRIL SUBTERRANEO / COLSON WHITEHEAD

La primera vez que Caesar le propuso a Cora huir al norte, ella se negó.
Fue su abuela la que habló. La abuela de Cora no había visto el océano hasta aquella tarde luminosa en el puerto de Ouidah y el agua la deslumbró después del encierro en las mazmorras del fuerte. Los almacenaban en las mazmorras hasta que llegaban los barcos. Asaltantes dahomeyanos raptaron primero a los hombres y luego, con la siguiente luna, regresaron a la aldea de la abuela a por las mujeres y los niños y los condujeron encadenados por parejas hasta el mar. Al mirar el vano negro de la puerta, Ajarry pensó que allá abajo, en la oscuridad, se reuniría con su padre. Los supervivientes de la aldea le contaron que, cuando su padre no había podido aguantar el ritmo de la larga marcha, los negreros le habían reventado la cabeza y habían abandonado el cadáver junto al camino. La madre de Ajarry había muerto años atrás.
 A la abuela de Cora la vendieron varias veces en ruta hacia el puerto, los negreros la cambiaron por conchas de cauri y cuentas de vidrio. Costaba decir cuánto habían pagado por ella en Ouidah porque fue una compra al por mayor, ochenta y ocho almas por sesenta cajones de ron y pólvora, a un precio que se fijó tras el regateo de rigor en inglés costeño. Los hombres sanos y las embarazadas valían más que los menores, lo que dificultaba los cálculos individuales.

El Nanny había zarpado de Liverpool y había hecho dos escalas previas en la Costa de Oro. El capitán alternaba las adquisiciones para no acabar con un cargamento de un único temperamento y cultura. A saber qué tipo de motín podrían tramar los cautivos de compartir un idioma común.

INCIPIT 883. FLORES EN LAS GRIETAS / RICHARD FORD

QUÉ ESCRIBIMOS, POR QUÉ LO ESCRIBIMOS Y A QUIÉN LE IMPORTA
Probablemente, pronunciar conferencias no sea una ocupación demasiado apropiada para un novelista. Philip Larkin decía que un escritor que se planta ante un público es «un yo que hace como que soy yo”. Pero es una oportunidad que no dejamos escapar porque es mucho más fácil que escribir relatos. En las conferencias se acepta, y a veces incluso se aprecia, la labia que normalmente no se admite en la escritura. En el atril, uno se «ayuda» con la voz y la presencia física, mientras que en los relatos es necesario partir cada vez de cero. En una charla como ésta, es posible reunir las opiniones más dispares, los prejuicios y los deseos de venganza que rondan inútilmente por la cabeza y presentarlo todo como un <

Y finalmente, por supuesto, en una conferencia se cuenta con una expectativa que la escritura no ofrece; la de que si el contenido no es bueno, o es inexistente, será rápidamente olvidado y no nos dejará huellas molestas cuando salgamos volando hacia el cóctel.

ANA KARENIN

Ana Karenina, Tolstoi, p. 741
“Y criticar a Ana ... “, pensó después. «¿Y por qué? ¿Soy yo mejor? Por lo menos, tengo un marido al cual amo ... No como quisiera Y?· pero le amo ... Mientras que Ana no amaba al suyo. ¿Qué culpa llene ella? Ella quiere vivir. Dios nos ha impreso este deseo en el alma. Es muy posible que yo hubiese hecho lo mismo. Hasta ahora no sé si hice bien o mal escuchándola en aquel trance terrible en que vino a mi casa, en Moscú. Entonces debí dejar a mi marido y empezar de nuevo mi vida. Podía amar y ser amada verdaderamente. ¿Es por ventura más honrado lo que hago ahora? No me inspira ningún respeto. Lo necesito», pensó, refiriéndose a su marido, «y lo soporto. ¿Es esto mejor? En aquel tiempo podía yo agradar aún; me quedaba belleza”. Daría Alejandrovna sintió ahora deseos de mirarse en el espejito que llevaba en su saco de viaje y fue a sacarlo. Pero viendo al cochero y al encargado en el pescante, pensó que alguno de ellos podía volver la cabeza y verla en aquella actitud y se sintió avergonzada de su propósito.
Daria Alejandrovna desistió de aquella idea, pero, aun sin mirarse en el espejo, pensaba que todavía no era tarde para un nuevo amor; y recordó a Sergio Ivanovich, que estaba particularmente amable con ella; y al amigo de Stiva, el bueno de Turovsin, que cuidó a su lado a los niños cuando éstos tuvieron la escarlatina y que estaba enamorado de ella; y también a un hombre, muy joven aún, el cual decía, como le contó su propio marido, que «ella era la guapa de todas las hermanas”. Y las aventuras más pasionales se presentaron a su imaginación.

«Ana obró bien y no seré yo quien la censure. Es feliz, hace fea otro hombre y no estará abatida como yo. Seguramente que, s1empre, estará fresca, espiritual y llena de interés por todo”, Darla Alejandrovna. Y una sonrisa de picardía fruncía sus sobre todo porque, al pensar en el idilio de Ana, imaginaba sí misma un idilio semejante con el hombre que forjaba su locamente enamorado de ella. También ella como lo revelaría a su marido. Y las imaginarias sorpresas y consiguiente turbación de Esteban Arkadievich le hicieron sonreír.

MUJERES RUSAS

Ana Kerenina, Tolstoi, p. 738-739
Cuando estaba en casa, ocupada constantemente en los quehaceres que le daban los niños, Daría Alejandrovna no tenía tiempo para pensar en ninguna otra cosa; pero ahora, durante las cuatro horas que duró esta parte del viaje, acudieron a su mente todos los recuerdos de su vida y los fue repasando en sus aspectos más diversos. Sus pensamientos -que a ella misma le parecían extraños- volaron también hacia los niños. La Princesa y Kitty (más confiaba en la última) le habían prometido cuidarles. Sin embargo, estaba preocupada por ellos. «Quizá”, temía, “Macha empezaría con sus travesuras. Acaso un caballo pisara a Gricha, o Lilly padeciese otra indigestión”. Luego pensó en el futuro. Primero, en el inmediato. «En Moscú, para este invierno, habría que mudarse de piso. Habremos de cambiar los muebles del salón, y hacer un abrigo a la hija mayor”. Después, el porvenir de sus hijos: «Las niñas, menos mal, no ofrecen tantas complicaciones; pero ¡los niños!”. Y se dijo: «Está bien que me ocupe de Gricha ahora porque estoy más libre y no he de tener ningún hijo. Con Stiva, naturalmente, no hay que contar. Siguiendo así y con ayuda de la buena gente, sacaré adelante a mis hijos. Pero si vuelvo a estar embarazada ...”. Y Dolly reflexionó que era muy injusto considerar los dolores del parto como señal de la maldición que pesa sobre la mujer. «¡Es tan poca cosa en comparación con lo que cuesta el criarlos!”, se dijo, recordando la última prueba por la que había pasado en este aspecto y la muerte de su último niño. Y le vino a la memoria la conversación que, a propósito de esto, había tenido con la nuera de la casa donde habían cambiado los caballos. Aquélla, a la pregunta de Dolly de si tenía niños, contestó alegremente:
-Tuve una niña, pero Dios se me la llevó. Esta cuaresma la enterré.
-¿Y lo sientes mucho? -preguntó, también, Daria Alejandrovna.
-¿Por qué lo he de sentir? -contestó la joven-. El viejo tiene muchos nietos aun sin ella. Y me daba mucho trabajo. No podía atender a otros quehaceres más importantes ... No podía trabajar ni hacer nada más que ocuparme de ella ... Era un fastidio.

A Daría Alejandrovna esta contestación le había parecido repugnante en labios de aquella simpática muchacha, cuyo rostro expresaba bondad; pero ahora, al recordar involuntariamente aquellas palabras, se dijo que, a pesar del cinismo que había en ellas, no dejaban de tener un fondo de verdad. Pensaba entonces Daría Alejandrovna en sus embarazos: en el mareo, la pesadez de cabeza, la indiferencia hacia todo y, principalmente, en la deformación, en su fealdad. 

UN HOMBRE RUSO

Ana Karenina, Tolstoi, p. 406-407 
Sviajsky era uno de esos hombres, incomprensibles para Levin, cuyos pensamientos, eslabonados y nunca independientes siguen un camino fijo y cuya vida, definida y firme en su dirección, sigue un camino completamente distinto y hasta opuesto al de sus ideas.
Sviajsky era muy liberal. Despreciaba a la nobleza y consideraba que la mayoría de los nobles eran, in petto, partidarios de la servidumbre y que sólo por cobardía no lo declaraban. Creía a Rusi un país perdido, una segunda Turquía, y al Gobierno lo tenía tan malo que ni siquiera llegaba a criticar sus actos en serio le impedía, por otra parte, ser un modelo de representante nobleza ni cubrirse, siempre en sus viajes, con la gorra de viescarapela y el galón rojo distintivos de la institución.
Creía que sólo era posible vivir bien en el extranjero, adonde se iba siempre que tenía ocasión y, a la vez, dirigía en Rusia una propiedad por procedimientos muy complejos y  perfeccionados, siguiendo con extraordinario interés todo lo que se hacía en su país.
Opinaba que el aldeano ruso, por su desarrollo mental, pertenecía a un estadio intermedio entre el mono y el hombre y, sin embargo, en las elecciones para el zemstvo estrechaba con gusto la mano de los aldeanos y escuchaba sus opiniones. No creía en Dios ni en el diablo, pero le preocupaba mucho la cuestión de mejorar la suerte del clero. Y era partidario de la reducción de las parroquias sin dejar de procurar que su pueblo conservase su iglesia.

En el aspecto feminista, estaba aliado de los más avanzados defensores de la completa libertad de la mujer, y sobre todo de su derecho al trabajo; pero vivía con su esposa de tal modo que todos admiraban la vida familiar de aquella pareja sin hijos en la que él se había arreglado para que su mujer no hiciera ni pudiese hacer nada, fuera de la ocupación, común a ella y a su marido, de pasar el tiempo lo mejor posible. 

LA ESPOSA Y LA OTRA

4321, Paul Auster, p. 686-687
Después de tantos años de silencio mientras su marido contaba sus interminables chistes e historias de nunca acabar, era como si finalmente reivindicara su derecho a hablar por sí misma, y lo que dijo aquella tarde dejó estupefacto a Ferguson, no sólo porque las palabras eran de por sí pasmosas sino porque era increíble ver lo mal que la había juzgado durante toda la vida.
Lo primero que asombraba era que no guardaba rencor a Didi Bryant, a quien describió como una guapa chica deshecha en lágrimas. Y qué valiente fue, afirmó su abuela, por no haber salido corriendo y esfumarse en la oscuridad de la noche, como habría hecho la mayoría de la gente en su situación, pero esa chica era diferente, se había quedado en el vestíbulo del hospital hasta que apareció LA ESPOSA y no se avergonzó de hablar de sus relaciones con Benjy ni de lo encariñada que estaba con él ni de lo triste, lo triste que era lo que había pasado. En lugar de culpar a Didi de la muerte de Benjy, la abuela de Ferguson la compadecía y afirmaba que era buena persona, y en un momento dado, cuando Didi se vino abajo y rompió a sollozar (segundo asombro), su abuela le dijo: No llores, cariño. Estoy segura de que le hiciste feliz, y mi Benjy era un hombre que necesitaba ser feliz.

Había algo heroico en esa respuesta, pensó Ferguson, una profunda comprensión humana que dio la vuelta a todo lo que alguna vez había pensado de su abuela hasta aquel momento, y  entonces se volvió ligeramente en la silla y miró de frente a su madre, sus ojos con lágrimas por primera vez aquel día, y un poco después su abuela empezó a hablar de cosas de las que nadie de su generación hablaba nunca, afirmando categóricamente que había fallado a su marido, que había sido una mala esposa para él porque la parte física   el matrimonio nunca le había interesado, el acto sexual le resultaba doloroso y desagradable, y que cuando nacieron las chicas había dicho a Benjy que no podía hacerlo más, o sólo alguna que otra vez, como un favor, y qué se podía esperar, preguntó a la madre de Ferguson, claro que Benjy iba detrás de otras mujeres, era un hombre de grandes apetitos, ¿y cómo iba a reprochárselo cuando ella lo había defraudado y se había comportado de forma tan deprimente en la cama? En todos los demás sentidos ella lo había querido, durante cuarenta y siete años había sido el único hombre de su vida, y créeme, Rose, ni por un momento he tenido nunca la impresión de que él no me quisiera a su vez.

LOS VIAJES DE MULLIGAN

4 3 2 1 de Paul Auster, p. 662
Los primeros doce viajes habían llevado a Mulligan a países que vivian en permanente estado de guerra, países de rígida severidad que castigaban a sus ciudadanos por tener pensamientos impuros, países cuya cultura se centraba en la satisfacción del placer sexual, países cuyos pueblos apenas pensaban en nada aparte de en comer, países gobernados por mujeres en donde los hombres servían de lacayos mal pagados, países dedicados a la creación artística y musical, países regidos por leyes racistas semejantes a las de los nazis y otros en que la gente aún no distinguía entre diferentes colores de piel, países en que comerciantes y hombres de negocios engañaban al público como principio de deber cívico, países organizados en torno a perpetuas competiciones deportivas, países acosados por terremotos, volcanes en erupción y constante mal tiempo, países tropicales en los que la gente iba desnuda, países glaciales en los que la gente tenía obsesión por las pieles, países primitivos y técnicamente avanzados, países que parecían anclados en el pasado y otros que vivían en el presente o en un futuro lejano. Ferguson había elaborado un mapa aproximado de los veinticuatro viajes antes de empezar el proyecto, pero descubrió que el mejor modo de iniciar un nuevo capítulo era escribir a ciegas, poner en el papel todo lo que le bullía en la cabeza mientras iba disparado de frase en frase, para luego, al acabar el desenfrenado primer borrador, volver atrás e ir arreglándolo poco a poco, normalmente corrigiendo cinco o seis borradores antes de lograr la debida y definitiva forma, la misteriosa combinación de ligereza y densidad que buscaba, el tono entre serio y cómico necesario para que tan extravagante narración saliera adelante, la verosímil inverosimilitud de lo que él denominaba un absurdo en movimiento. Consideraba su pequeño libro como un experimento, un ejercicio que le permitiría sacar músculos escriturales, y cuando terminara de escribir el último capítulo pensaba quemar el manuscrito o, si no quemarlo, enterrarlo en un lugar donde nadie pudiera encontrarlo.
Aquella noche, en la habitación de huéspedes de su abuelo, que una vez fue el cuarto que su madre compartía con su hermana Mildred, rebosante de la sensación de libertad que le había dado el libro de Cage, resuelto y jubiloso, deleitándose con la idea de que el largo mes de silencio hubiera tocado a su fin, escribió los capítulos primero y segundo de lo que sin duda sería su obra más descabellada hasta el momento.
LOS DRUNOS

La mayor felicidad de los drunos es quejarse de la situación de su país. Los habitantes de las montañas envidian a los que viven en los valles, y la gente de los valles ansía emigrar a las montañas. Los campesinos no están satisfechos con el rendimiento de las cosechas, los pescadores refunfuñan sobre las capturas diarias, pero ningún pescador ni campesino ha reconocido jamás su responsabilidad en el fracaso. 

HOMBRES Y MUJERES

4321 Paul Auster, p. 587
En la primavera de 1966 se creó en Columbia una sección del SDS (Estudiantes por una Sociedad Democrática), que por entonces ya era una organización nacional, y en su mayor parte los grupos de izquierdas de la universidad fueron votando por la fusión con el SDS o por disolverse y encuadrarse en la organización. Entre tales grupos se contaba el CSM (Comité para el Escarnio Social), que el año anterior se había manifestado por el College Walk enarbolando pancartas en blanco en una protesta general contra todo (espectáculo que a Ferguson le habría gustado mucho presenciar), el Movimiento Dos de Mayo, apoyado por el PLP (Partido Laborista Progresista), miembros de ese mismo partido (el ala dura, el PL maoísta), y el grupo al que Amy pertenecía desde primero, el ICV (Comité Independiente sobre Vietnam), que se había enfrentado con la policía el anterior mes de mayo cuando veinticinco de sus miembros irrumpieron en la ceremonia de entrega de premios del NROTC (Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva de la Marina) en la explanada de la Low Library. El lema del SDS era ¡Que decida la gente!, y Ferguson apoyaba la postura del grupo con el mismo entusiasmo que Amy (contra la guerra, contra el racismo, contra el imperialismo, contra la pobreza ... y por un mundo democrático en el que seguir sus indicaciones en las cuestiones físicas, prestar mucha atención a lo que le decía con los ojos, porque alguna que otra vez interpretaba mal las señales y hacía lo que no debía, como abrazarla y empezar a besarla cuando a ella no le apetecía, y aunque nunca lo rechazaba (cosa que sólo incrementaba su confusión), notaba que ella no ponía todo su empeño, que copular no era en lo que ella pensaba en aquel momento, a diferencia de él, que siempre lo tenía en la cabeza, sino que permitía que siguiera adelante y le hiciera el amor de todas formas porque no quería decepcionarlo, sometiéndose a sus deseos con una especie de participación pasiva, un acto sexual mecánico, que era peor que no hacer nada, y la primera vez que pasó, Ferguson se sintió tan avergonzado que juró que no volvería a suceder, pero volvió a ocurrir, dos o tres veces más en los meses siguientes, con lo que, finalmente, llegó a entender que hombres y mujeres no eran iguales, y si quería comportarse bien con su mujer tendría que prestarle aún mayor atención y aprender a pensar y sentir como ella, porque no le cabía la menor duda de que Amy sabía exactamente lo que él pensaba y sentía, cosa que explicaba por qué soportaba sus torpezas concupiscentes y sus estúpidos actos de ceguera amorosa.

WIKIPEDIA

Todo el saber universal a tu alcance en mi enciclopedia mundial: Pinciopedia