Tuvo que ser mi madre. Ella hacía cosas así, lo sé, pero durante los meses en los que he estado escribiendo esto, en esa avalancha de recuerdos de sucesos y personas que se me ha venido encima, ella está ausente casi del todo, es como si no estuviera, sí, como si perteneciera a uno de esos recuerdos falsos que tienes a través de lo que te han contado, y no por lo que has vivido. ¿A qué se debe eso?
Porque había alguien allí, en el fondo de ese pozo que es la infancia, y era ella, mi madre, mamá. Era ella la que nos preparaba las comidas y la que todas las tardes nos reunía en torno a ella en la cocina. Era ella la que compraba, tejía y nos cosía la ropa, era ella la que la remendaba cuando se rompía. Era ella la que acudía con tiritas cuando nos caíamos y nos hacíamos rasguños en las rodillas, fue ella la que me llevó al hospital cuando me rompí la clavícula, y al médico, cuando -algo bastante menos heroico- contraje la sarna. Fue ella la que estuvo fuera de sí de preocupación cuando una niña murió de meningitis y al mismo tiempo yo me puse malo con un resfriado y tenía la nuca algo tiesa, entonces me metió a toda prisa en el coche y me llevó a Kokkeplassen, con la angustia iluminándole el rostro. Era ella la que nos leía en voz alta y nos lavaba el pelo cuando nos bañábamos, y era ella la que luego nos dejaba pijamas limpios sobre la cama. Era ella la que nos llevaba al entrenamiento de fútbol por las tardes, era ella la que asistía a las reuniones en el colegio y la que se sentaba entre los otros padres para hacernos foros en las fiestas de fin de curso. Era ella la que luego pegaba las fotos en un álbum. Era ella la que hacía tartas para nuestros cumpleaños, y las pastas navideñas y las de cuaresma.
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