De A propósito de Majorana, p. 216
La ciudad de Nápoles tiene más de
cuatro millones de habitantes, la mayor parte de los cuales se desplaza en
motorino por sus calles como si de las arterias de un enorme hormiguero se tratase,
y creo no exagerar si digo que en nuestro camino hacia el castillo de Sant'Elmo
nos cruzamos al menos con la mitad. No existe ningún tipo de regla que regule
el tráfico en ese sitio como no sean los gestos que los conductores
intercambian mirándose a los ojos para intentar interpretar las espontáneas
intenciones del otro y oponer la máxima resistencia a las mismas, hasta el
punto en que se ven superados por la evidencia de que el espacio que quieren
ocupar ya ha sido conquistado, lo cual conduce a una serie de insultos y
bocinazos que al instante siguiente se desdibujan en ese torrente imparable que
mezcla máquinas y humanos sin ningún concierto. Y sin embargo, y según la
escala desde la que se mire, puede llegar a hallarse una cierta armonía en todo
aquello, una cierta cadencia casi musical que no deja de exhibir su propia
forma de belleza: más allá de los elementos aislados, parece como si existiese
una comunión de nivel superior que los involucra a todos y los funde. Y no sólo
de motorinos se compone esta jungla; los coches y los taxis ejercen la misma
anarquía a la hora de desplazarse. Los primeros minutos de conducción fueron
francamente intimidantes, como si se tratara de un jueguito electrónico en el
que de cualquier parte podía surgir un obstáculo y hubiera que estar muy atento
para ir sorteándolos. Poco a poco, sin embargo, mi cerebro fue comprendiendo
que debía dejar de intentar procesar los datos, que era mucho más provechoso
dejarse llevar por el instinto, ese que nos permite aprovechar todos los
resquicios y reaccionar antes de que el otro lo haga para ganar el par de centímetros
que hacen falta para conquistar el cruce de una bocacalle. Cuando se alcanza la
confianza necesaria, el disfrute que semejante grado de improvisación depara se
adueña de los reflejos de uno, y entonces el paseo se convierte en una mezcla de
danza ritual y de ejercicio de lucha que hace aflorar lo más primario de cada
uno.
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