EL DUQUE EN SUS DOMINIOS (1956)
La mayoría de las muchachas
japonesas se rien tontamente por nada. La pequeña criada del Hotel Miyako, en
Kioto, no fue una excepción. La hilaridad, y las tentativas por suprimirla,
enrojecieron sus mejillas (al contrario que los chinos, el rostro de los
japoneses por lo general tiene bastante color), y sacudieron su figura rolliza,
envuelta en un kimono estampado con motivos de peonías y pensamientos. No había
ninguna razón especial para su alegría. La hilaridad japonesa funciona sin
motivo aparente. Sólo le había pedido que me dijera cómo llegar a cierta
habitación. «¿Vino ver Marran?», dijo, casi sin aliento, mientras mostraba, como
tantos de sus compatriotas, un despliegue de dientes de oro. Luego, con pasos
diminutos, como de pies con dedos de paloma que se desliza, propios de quien
luce un kimono, me condujo por un laberinto de corredores mientras decía: «Yo
llamo usted puerta Marran.» El sonido de la ele no existe en japonés, y la
criada decía «Marran» en vez de Marlon
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