La lección más dura de su vida la
aprendió Neóbula a los doce años, cuando nada sabía aún del sexo. Era una
esbelta púber, rozada por las miradas lúbricas de los hombres, recién sacada de
su casa para no regresar. La peste había puesto a su madre a pudrir la tierra,
y dos años atrás su padre había perecido en los fosos de las cameras de
Siracusa, adonde fue deportado por los espartanos como prisionero durante la
gran guerra. Sus dos tíos corrieron parecida suerte, uno en la batalla de
Anfípolis, y el otro en paradero desconocido. No quedaba quien la cuidara,
salvo una tía lejana, demasiado mayor para hacerse cargo de ella, así que fue vendida
a Aspasia para ser convertida en hetaira de lujo.
Neóbula había oído hablar de la
dueña del burdel, Aspasia de Mileto, viuda de Pericles, de quien se contaban tantas
cosas y tan contradictorias: sus influencias en determinados círculos
masculinos, su cultura, cierta leyenda entreverada de turbios ardides, y sobre
todo el negocio que bajo la mera apariencia de una casa de placer encubría una escuela
de mujeres.
Tenía cuarenta y ocho años
Aspasia cuando acompañó a Neóbula al templo de Mrodita. Allí la púber depositó una
corona de flores a los pies de la diosa, y a continuación se despojó de su túnica.
Aspasia la examinó: su cuerpo aún no estaba del todo formado, pero prometía ser
la muchacha más bella que habría pisado su local. Sus ojos tenían el duro
brillo de un zafiro. Cuando acabara de desarrollarse, ese cuerpo sería
perturbador
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